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Relatos de verano

Carpe diem

isabel g. fiestas

Jueves, 29 de julio 2021, 01:00

Cuando vi en la pantalla del teléfono el número de Candela, me sobresalté –sabía que, desde un tiempo atrás, ya no era capaz de manejar el aparato–. Era su hijo quien llamaba: mi amiga había empeorado y había ocasiones en las que ni siquiera reconocía a las personas más cercanas.

No era una noticia inesperada. Hacía tiempo que sabía que este momento llegaría, como una secuela más de su enfermedad, pero había evitado pensar en ello porque dolía demasiado. Por el mismo motivo no había ido a visitarla desde hacía varios meses. Me había dejado llevar por ese engaño consciente y necesario de creer que lo que no vemos no sucede.

En realidad, la enfermedad de Candela no solo me angustiaba por el sufrimiento que le ocasionaba a ella; había sido tan repentina que me hacía pensar que, en cualquier momento, cuando menos te lo esperas y sin previo aviso, tu vida puede cambiar –para peor– de una manera drástica e irreparable.

Intenté esconder todos los pensamientos negativos mientras preparaba una pequeña maleta para, al día siguiente, recorrer los 300 kilómetros que me separaban de la casa del hijo de mi amiga.

Candela ya no era Candela. Sentada en una silla de ruedas, movía rítmicamente la cabeza –no supe si voluntaria o involuntariamente–, mientras con sus manos intentaba agarrar algún inexistente objeto. Sus ojos habían perdido la expresividad de antaño, y ahora, cuando los abría, solo se podía ver en ellos el mismo miedo que si hubiera estado al borde de un precipicio y perseguida por una jauría de lobos hambrientos. Hubiera querido saber si ese pánico que reflejaba era consecuencia de que había algo de consciencia en ella, si de alguna forma se daba cuenta de lo que le estaba pasando.

Seguí mirando su rostro, buscando alguna señal de que me hubiera reconocido, de que supiera que yo estaba allí. De pronto, una racha de viento abrió de forma violenta la ventana del dormitorio, e hizo volar la cortina como pájaro de mal agüero. Candela se cubrió la cara con las manos y tembló como las hojas del árbol que asomaba por la cristalera. Me acerqué a ella para abrazarla y contener el pavor que le había provocado el incidente. Mi amiga levantó la cabeza y me propinó una bofetada que hizo que mis gafas cayeran al suelo –desde luego, las fuerzas no las había perdido–. Me agaché para recoger las lentes, y esta vez fue una patada lo que me desestabilizó y me dejó sentada sobre el piso.

Desde esa posición, y angustiada por lo que acababa de suceder, traté de buscar alguna otra emoción en su gesto –tal vez enfado, odio, ira–, algo que me diera una pista sobre lo que pudiera sentir o sobre la intencionalidad de la agresión. Nada. Su semblante permanecía inalterable, ajeno a sus movimientos, incluso a su aflicción. Sólo el pertinaz miedo.

Tomé sus manos entre las mías y, durante unos minutos, le susurré al oído palabras tranquilizadoras. Nunca sabré si fue casualidad, pero lo cierto es que cerró sus ojos y se quedó plácidamente dormida.

Aproveché el momento para despedirme de su hijo, con la promesa de volver al día siguiente, y caminé hasta un parque cercano.

La tarde se despedía con una exhibición de nubes negras, que presagiaban su próxima descarga. Solo entonces me permití anticiparme al cielo y descargar yo también mis ojos, atiborrados de lágrimas contenidas.

Un rato después, me sentí bastante aliviada, incluso con ganas de comer algo antes de ir al hotel. Entré en el primer restaurante que encontré en el camino y pedí unas tapas y una copa de vino. Mientras esperaba la comanda, saqué un bolígrafo del bolso y en una servilleta escribí algunas «tareas pendientes», con el firme compromiso de no posponerlas más, de realizarlas antes de que fuera demasiado tarde:

1.– Visitar de nuevo Santorini, pero esta vez durante al menos un mes.

2.– Asistir a una representación en el Teatro de la Ópera de Milán.

3.– Sobrevolar la costa africana en parapente.

Me detuvo la protesta de un malhumorado trueno que, por fin, daba comienzo al esperado aguacero. Pasado el sobresalto, por un momento pensé en la similitud que había entre la vida y la tormenta: sabemos cuándo empiezan, pero no cuánto durarán. ¡Aprovechemos los días soleados!, escribí en la servilleta.

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