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Relatos de verano

Un cantaor sin alegrías

José Luis León Padial

Sábado, 28 de agosto 2021, 23:35

El Biznaguilla ya sólo esperaba tachar los días que le quedaban aquí, en la Tierra, en la vida que ya no quería vivir más.

Enjuto, de piel zaína y arrugada hasta decir basta, gitano por los cuatro costados. Nacido, criado, sufrido y forjado en el barrio de raza de referencia granadina, el Albaicín, terreno de zambras, de baile, cante y guitarras, en el cual había desplegado todo su arte durante los últimos 70 años. Cantaor reconocido internacionalmente, nunca se dejó atrapar por el olor del dinero cuando eso suponía alejarse de su gente, de sus calles, de sus saludos sinceros, sus cervezas con sus tapas y sus vistas a la Alhambra.

De esas calles empedradas, estrechas, no aptas para prisas, brotaba su alegría desbordada entre los vecinos de mentes amplias. San Miguel, Calle Pagés, San Nicolás o Placeta Carvajales tenían grabadas mil anécdotas a las que él restaba importancia. Cada cueva, cada tablao, cada mirador y cada terraza, fueron testigos vivos de sus momentos estelares, prolongados durante décadas, siempre fiel a lo clásico.

Pero hace ya un año que el silencio invadió su voz, que la tristeza inundó su vida, que la pena es su sola compañía. Aquel 15 de julio fatídico, en la cama de su dormitorio, como ella quería, «morir en la casa de toda mi vida» decía, se fue su guía, su inspiración, el motor de su día a día. Casi los mismos años que llevaba cantando los llevaba con ella a su lado. Sina, su Sina, se le escapaba de sus manos aunque él no soltara las suyas.

–Hasta nuestro próximo beso —le dijo a su gitano mientras cerraba los ojos, mientras se le iba la vida en paz y agotada.

–¿Cuándo será eso? ¿Cuándo? –contestó él, suplicante, sobrepasado por la frase, ahogado y compungido, a un paso de perder la razón por no entender ni ser entendido. Ni la presencia de Tana, su fiel perra de doce años, gimiendo suave y moviendo levemente su cola a la vez que miraba a uno y a otra, frenó el brotar de sus lágrimas impotentes ante el fatal desenlace.

Las horas y días posteriores marcaron un antes y un después en la rutina del Biznaguilla. Aquel gitano viejo, pero seguro, de paso firme, atento a todo lo que captaban sus sentidos, ofrecido, risueño y alegre con familia, amigos y vecinos, se apagó. Y se apagó en el sentido más extremo de la palabra. Dejó de hablar, obviamente de cantar, perdió la alegría que transmitía, sin apenas salidas a la calle y sin ganas de recibir visitas a las que ni contestaba.

En muy contadas ocasiones, la pequeña Lisa, su nieta menor de apenas cinco años, era la única capaz de provocar alguna reacción en él. La escuchaba cantar con la cabeza agachada, acariciando su cabello que lo relajaba. Atendía sin interés las historias que aquella cría le contaba, emitiendo monosílabos sin fuerza a sus preguntas y sin apenas atreverse a salir, con recorridos de pocos metros por los alrededores de su casa, arrastrado de la suave mano de ella y con Tana atenta a cada uno de sus pasos.

Era visible el deterioro físico al que estaba llegando. El resto de la familia y amigos fracasaban en sus intentos por sacarle del pozo que la soledad le estaba cavando, aunque comentaban con esperanza los encuentros con la nieta y el ánimo de su perra.

Hoy, el Biznaguilla se extrañó de que Tana se adelantara a un gesto cómplice de la niña. El anciano presentía algo raro mientras descendía la Calle del Agua hacia Plaza Larga. De la mano de su nieta, oteaba nervioso por donde habría ido la perra. «Allí siempre hay bullicio», pensaba, lo cual últimamente no llevaba bien.

De repente, a todo lo anterior se unió una carrera imprevista que inició Lisa unos pocos metros antes de la Placeta de las Minas, abandonando a su abuelo en un gesto jamás pensado por este. Desconcertado, el veterano cantaor aceleró tras ella hasta encontrarse, frente al Arco de las Pesas, con un grupo de conocidos y amigos que mandaron callar a todos los presentes. Entre ellos se encontraban Tana y Lisa bajo un mural anónimo que reproducía aquella frase: «Hasta nuestro próximo beso». Lo que llamaba su atención, y enterneció al patriarca, es que parecía escrito con la letra de su esposa.

Aquellas habían sido sus palabras, sus últimas palabras, y hoy, casualidades de la vida, las tenía enfrente. Nadie conocía la historia ni la existencia de aquella frase, pero lo cierto es que allí se encontraba, como puesta adrede en su camino.

Ladró Tana y comenzó a sonar el rasgueo clásico de una guitarra, al ritmo de un fandango, a la que acompañó Lisa con un toque de palmas que invitaban a su abuelo a volver a ser quien fue.

El Biznaguilla, visiblemente emocionado, cerró los ojos, levantó levemente la cabeza y adoptó la postura que tanta gente conocía y tanto echaban de menos, arrancando con estas estrofas:

No le perdono

No le perdono a la muerte

Haberme dejao sin ella

No le perdono a la muerte

Quitarme mis cinco sentíos

Por llevar al Cielo esa Estrella

Me la ha quitao

La arrebató de mi vera

Ahora ya nadie me espera

Se la llevó de mi lao

De vivir no encuentro manera

Solo llorando de pena

Tras esto, sin esperar ningún gesto de los presentes, retomó la mano de Lisa y, con una seña familiar, invitó a Tana a iniciar el regreso a casa en medio de un respetuoso silencio.

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