Busquístar: un paseo en busca de raíces
En Bermudas ·
Un concierto de jazz en La Alpujarra nos sirve como excusa para realizar un evocador viaje a través del tiempo, entre la memoriay el recuerdojesús lens
Martes, 13 de agosto 2019, 00:55
Cuando le dije que, durante estos días alpujarreños, podíamos ir a Busquístar a escuchar jazz, sonrió dulcemente y me dijo que sí, que le parecía ... un plan perfecto. Y me hizo una sugerencia: llegar temprano, cuando todavía hubiera luz. Porque tenía algo que hacer allí.
Me quedé parado. ¿Algo que hacer en Busquístar, más allá de disfrutar del concierto del saxofonista David Murray, dar una vuelta por el pueblo y tomar algo en el Vargas? «Sí, sí. Ya verás, ya…». Y salió a hablar por el móvil.
Llegamos a Busquístar poco después de las siete de la tarde. Sigue haciendo calor. Insisto en que, antes de hacer lo que fuera que teníamos que hacer, me gustaría visitar el lavadero de la localidad, del que había leído cosas interesantes. Que antes de la diversión, es la devoción. Laboral, en este caso.
–No hay problema. De hecho, nos coge de camino.
En realidad, en Busquístar todo pilla a mano. Es un pueblo pequeño incluso para los estándares alpujarreños, con menos de 300 habitantes censados. En verano, sin embargo, incrementa su población, que vuelven muchos vecinos de fuera a pasar unas semanas. De ahí que se celebre la llamada 'Fiesta del emigrante', entre los días 6 a 9 de agosto, fechas en las que se ha incluido el Festival de Jazz de la Alpujarra como parte de su programación cultural.
El antiguo lavadero municipal, Fuente vieja, conforma un espacio repleto de calma, fresco, sosiego y tranquilidad, ubicado bajo unos inmensos y frondosos árboles. Construido en 1.900 y rehabilitado en 2014, luce una placa con la siguiente leyenda: 'El agua es fuente de vida. Haz que tu vida sea agua', muy al estilo del famoso 'Be water my friend', de Bruce Lee. ¿Cosas de la globalización espiritual?
A la iglesia
Junto al lavadero hay una pequeña finca y, en ella, un caballo. Curioso. Juguetón. Zalamero. Sobón. Empezamos a hacerle cucamonas y él a devolverlas, buscando caricias y cachondeo. No tardamos en coger confianza y, en unos minutos, nos encontramos jugando al escondite con el jamelgo. En un momento dado, mientras trato de hacerme un selfi con él, me pega un chupetón de tal calibre que no he necesitado volver a ducharme desde entonces.
Pasan los minutos. Cae la tarde y una sencilla mirada me indica que es hora de ponernos en marcha.
–Tenemos que ir a la iglesia.
–¿A la iglesia? Pero si está cerrada, vallada y en obras… Vale que es un monumento del Siglo XVI, pero ¿merecerá la pena tratar de colarnos sin permiso?
Entonces, volvió a llamar por el móvil.
–¡Mamá! Ya estoy en la puerta de la iglesia. ¿Qué hago ahora?
Como si de un GPS espacio-temporal se tratara, una lejana voz empezó a dirigirnos, desde la distancia, a través de las calles que guardaba en su memoria. Comenzamos a subir en dirección a otra coqueta fuente, la de la llamada plaza de la Estación de San Felipe y Santiago, decorada con la imagen de ambos santos. Encontramos a una señora que bebe agua de su botella, recién rellena.
–Buenas tardes. Disculpe que la moleste. ¿Nos puede decir por dónde se va a la calle de las Eras?
–Tenéis que bajar hasta lo hondo del pueblo, pero ¿qué buscáis allí?
–La casa donde nació mi madre.
–¿Y quién es tu madre?
–Se llama María Jesús y la tengo al teléfono.
¡Qué vivencias, qué momentos a partir de ahí! Josefi se convierte en nuestra guía sentimental a través del Busquístar de hace sesenta años. Ella, como tantas y tantas personas, también se marchó del pueblo. Se instaló en Bilbao, 50 años atrás, y trata de volver siempre que puede.
El primer colegio
Pasamos por el primer colegio donde estudiaron tanto Josefi como María Jesús, a las que sólo separa un año de edad. Ambas tratan de hacer memoria y reconocerse a través de la voz, pero cuesta trabajo, después de tantos años. A medida que caminamos, nos imaginamos cómo era la tienda de Emilio el Molinero y recordamos a la maestra, Conchi Boquetas.
–Ella era buena, pero su hermana, Blanca, tenía la mano muy larga y le gustaba dar reglazos. Yo no me dejaba, eso sí– recuerda desafiante.
Llegamos a otra casa, el antiguo colegio nuevo y Josefi recuerda cómo salían corriendo de clase para encaramarse al tranco de la puerta de enfrente, en busca de un rayo de sol que las calentara en los fríos inviernos. Y a los niños que, desde lo alto del terrao les lanzaban chinitas a las niñas que les gustaban.
Este evocador recorrido nos conduce hasta el Pico de la Peña, basurero oficioso de la época, donde se arrojaban los desechos y que servía como amenaza para los pequeñuelos: '¡si no te portas bien, te tiramos por el Pico de la Peña!'. Más miedo que el hombre del saco y la niña de la curva juntos.
Empieza a caer la noche. Cuando llegamos a la casa que podía ser la de su nacimiento, María Jesús sigue al teléfono. La descripción concuerda: dos plantas, la terraza, la forma de triángulo al final y, justo en el vértice, un ventanuco. ¡El ventanuco! Es el dato definitivo.
En ese momento, cesa la conversación. Dos pequeñas lágrimas perlan dos ojos verdes. No hay nada más que decir. Esa noche, cuando David Murray le dedica la canción 'Morning song' a su madre, y a todas las madres del mundo, vuelvo la mirada y me encuentro con una sonrisa. Serena. Resuelta. Feliz.
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