Hay palabras que se tocan separando los dedos: así suena su acorde de sentidos. 'Solo' es un seco, esencial adjetivo. Lo aprendemos muy pronto. También ... es un adverbio, desde que la Academia desoyó su tilde. Y, por supuesto, un sustantivo que nombra los momentos sagrados del concierto. A veces la partitura de la vida consiste justo en eso, en interpretar la soledad. Solo se trata de tocar solo un solo.
Manoteamos lo mejor que podemos, aporreamos el teclado que nos ponen delante. Subimos y bajamos por las escalas procurando no tropezar demasiado. Siendo sinceros, tendemos a dar la nota. Vamos de arco en arco, igual que en la familia de las cuerdas. Buscamos un rincón de luz propicia. Nos sentamos a la intemperie. Y enseguida nos vamos con la música a otra parte.
Hay soledades lentas, de movimientos largos, que se forman con el tiempo. Otras estaban ahí desde el principio, porque estamos hechos de ellas. Permanecen en sordina hasta que se despiertan, vibran y nos cantan al oído.
Entonces descubrimos nuestras propias desafinaciones. También existen ciertas soledades que, de tanto conocerlas y tararearlas, acabamos sabiendo de memoria como una discreta melodía. Soledades queridas que, al marcharse, nos dejan de verdad a solas.
Pero vale la pena recordar que vivimos coralmente. La convivencia es una polifonía, no siempre armónica, que hace posible la supervivencia de cada una de sus voces.
Todo personaje solitario, aunque no lo sospeche, se dirige a una red de semejantes que resuena en sus palabras, sus actos y sus gestos. Por eso al otro lado de esta imagen, de su noche enmarcada, entre las memoriosas ondas del Patio de los Arrayanes, tiemblan de escucha las hileras de cómplices. El festival de hacerse compañía en silencio. La emoción de habitar la misma música.
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