En la montaña se afila el frío, resiste la nieve y resbala la piedra. A medida que ascendemos, nuestras fuerzas descienden. Ahí arriba el tiempo ... se ralentiza y se vuelve implacable: el ritmo geológico se impone al biológico. Por encima de sus empinadas adversidades, una montaña suele ser más alta que el deseo de subirla. Escalar resume en cierta forma las paradojas de nuestro camino: parece una aventura radicalmente solitaria y, sin embargo, sólo puede cumplirse en equipo. Pertenecemos a una legión de solitarios en mutua dependencia. Se llaman Agustín, Alma y Teo. Son intrépidos, desprejuiciados y necesitan a diario los cuidados del prójimo. Este trío de jóvenes con parálisis cerebral ha logrado lo imposible: tocar la cumbre del Mulhacén, con la conmovedora ayuda de medio centenar de voluntarios que empujaron su sueño hasta los tres mil quinientos metros del pico más elevado de la Península.
Agustín, Alma y Teo. Pronunciados juntos, escalando hacia lo alto de la boca, sus nombres suenan como los personajes de alguna leyenda. De hecho, ya tienen la suya. No menos legendaria resulta la misión de la Afoprodei, la Asociación para el Fomento y Promoción del Deporte Inclusivo, que aportó el indesmayable personal y las sillas adaptadas. También participaron de la expedición varias personas ciegas, una sordomuda y otra con autismo. Si la fe es un músculo, este grupo ha inventado los gimnasios interiores.
El poeta José Watanabe, que se pasó la vida pensando su lugar frente al paisaje, susurró alguna vez: «Estaré yo solo y me tocaré y, si mi cuerpo sigue siendo la parte blanda de la montaña, sabré que aún no soy la montaña». Por fortuna Agustín, Alma y Teo no estaban solos, llegaron a tocar la cima de sí mismos y se han convertido para siempre en parte del horizonte.
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