La alegría de vivir
Miguel Puche Gutiérrez
Lunes, 30 de agosto 2021
Fausto acaba de vestirse para salir de casa. Y lo hace algo nervioso porque lo que más aprecia es el paseo. Tras cinco días de anodino trabajo, como ordenanza en una correduría de seguros, su sueño lo pone en la calle, donde los rostros ajenos que encuentra al paso le cuentan las historias que él no vive. Y no para envidiarlas, ni tan siquiera para desearlas, solo lo entretienen. Las gestiona como sugerencias de otras maneras de sentir la vida. Fausto se encandila con nimiedades y rechaza la grandilocuencia, esta le pasa inadvertida. Fausto se puede describir como un hombre sencillo, accesible al trato, sin discurso controvertido. No por ello es admirado. Justo lo contrario. Quien cree conocerle, pone en tela de juicio su pasividad, su falta de criterio, su templanza, su sumisa entrega aun cuando se le atosiga en el trabajo y hasta su capacidad mental. Sin embargo, él sabe que es un subordinado y solo cumple con su cometido, sin desaires ni resquemores.
–Debería llover, a ver si se riegan mis melones.
–Sí. Debería llover, que se pongan hermosos –responde Fausto al vecino con quien baja en el ascensor.
–¡Ojalá no llueva, que he tendido la ropa y necesito que se seque!
–Esperemos que no llueva –le responde a la portera, que está limpiando el portal.
Hay unos negros nubarrones que amenazan tormenta y que no desaniman a Fausto a lanzarse a su paseo callejero. Recorrido arbitrario y que decide a cada momento por causas ajenas a su comprensión. A Fausto le da igual que llueva o no, ni tiene melones a los que engordar ni ropa tendida para secar, ni tampoco le importa llevar el paraguas abierto o cerrado, pero no le cuesta trabajo alguno avenirse a los gustos de otros. Le resulta fácil dar la razón a quien la necesita ya que en nada compromete el espíritu crítico que no tiene.
Fausto enfila calle abajo, como tantos otros que caminan como él, en paralelo y calle abajo, y contracorriente de quien viene en sentido opuesto. De ambos rumbos de los viandantes saca provecho. De aquellos que arrostra, sus expresiones y su belleza si la tienen. De los que parece perseguir, sus maneras de andar, sus contoneos y traseros si es de señoras de quien se trata. Y cuando Fausto fija su vista en las partes más prominentes de las damas, lo hace con picardía y vergüenza a la vez, esboza una sonrisa socarrona y aparta la vista cuanto antes, para que no vaya a percibir su perversión quien a él lo mire. Luego, cuando cree haber pasado inadvertido, experimenta un cosquilleo que le sube desde la barriga a la boca y que le provoca suficiente volumen de salivación para tener que tragarla, todo ello fruto de la satisfacción sensual que le invade y que consigue ocultar en medio de la muchedumbre.
Fausto aterriza en una plaza donde un grupo de pésimos malabaristas muestran sus escasas habilidades en este arte a cambio de unas monedas. Los riesgos que corren de ser abofeteados por un público intransigente y generoso en abucheos y beligerancias hacen cuestionar a Fausto si el negocio es rentable. Él, lejos de recrearse en desaciertos, contempla, embelesado, la magia que le suponen equilibrios imposibles cuando los números consiguen cierta dignidad.
–Señor, perdone que lo moleste, somos de Médicos sin barreras. ¿Quiere colaborar con nosotros? –habla en plural un chico que se le acerca, a pesar de ir solo.
Fausto aparta la mirada de la distracción, le ofrece una sonrisa y responde:
–Yo soy socio.
–¡No sabe cómo me alegro! –miente el abordador, pues se disipa la posibilidad de conseguir un nuevo cliente que alguna ganancia le aportará aunque sea el placer de una nueva conquista por puro altruismo.
–Sí, me une un lazo muy fuerte a la profesión médica.
–¿Es usted sanitario: médico o enfermero?
–No. Soy enfermo, a veces.
El interpelante queda desconcertado. Lo cree enajenado. Tras unos momentos de silencio, en el que ambos se miran, se aleja de Fausto y, este, continúa solazándose en el espectáculo.
Fausto colabora con varias ONG y es voluntario en un comedor social los fines de semana, donde ayuda a servir platos.
Las mazas malabares están más en el suelo que suspendidas en el aire. En más de una ocasión Fausto recoge alguna que llega hasta sus pies y se la entrega al propietario quien, con cara de resignación, lo agradece con un gesto. Fausto le sonríe.
–¿Tú ves aquel imbécil con la sonrisa de oreja a oreja?
–¿Dónde?
–Allí, mujer.
–Sí. ¿Qué pasa con él?
–Ese idiota es compañero mío. Es el hazmerreír de la empresa. Siempre está igual, con la misma cara de imbécil. No se entera de nada. Es un ingenuo. No sé cómo puede hacerle tanta gracia la vida.
–Será tonto.
–Desde luego, listo no es.
Fausto echa una moneda en el cesto y aplaude, cuando los animadores callejeros dan por zanjada la actuación. Son los únicos aplausos que reciben. Y como no están habituados a ellos y son conscientes de sus limitaciones, piensan que no debe andar en su sano juicio. La propina que da la cree insuficiente y echa otra moneda más.
–Esas personas, en el fondo, son unos desgraciados. Sonríen para ocultar su amargura –dice la mujer al compañero de Fausto.
–Sí que está amargado. Por no tener no tiene ni familia.
A Fausto le pica el hambre. Mira el reloj y ve, con agrado, que es el momento de regresar a casa, a deleitarse con el guiso que sacará de una lata de conservas.
–¡Qué buena mañana he pasado! –mira al cielo–. Al final, no ha llovido.
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