Adiós a las manos que aliviaron el sufrimiento de los granadinos
El Virgen de las Nieves se despide del coordinador de la Unidad del Dolor tras 46 años de servicio
Leticia M. Cano
Granada
Lunes, 29 de septiembre 2025, 19:26
Los teléfonos han sonado en 120 casas de la provincia de Granada. El mensaje que han escuchado, quizás no era el que esperaban, pero sabían ... que llegaría el momento. «Me despido de vosotros porque me jubilo. Os echaré de menos», parafrasea Rafael Gálvez. El coordinador de la Unidad del Dolor del Hospital Virgen de las Nieves ha dicho adiós a más de un centenar de pacientes con dolor crónico, a los que ha dedicado 40 de sus 46 años de experiencia en la medicina. «Gracias por su ayuda», ha debido escuchar como respuesta a cada una de sus llamadas. No ha podido contener las lágrimas y, con timidez, lo reconoce: «He quitado mucho sufrimiento».
De niño, en su casa, ya olía a medicina. Su padre, el primer jefe de anestesia de Granada, le enseñó que la vocación no se elige, sino que se hereda, se siente y se vive. Gálvez siguió ese camino, pero lo hizo con su propia pasión. Siete décadas después, lo recuerda con una sonrisa. Ha ayudado a miles de personas, ha dado consuelo donde había dolor, y ahora se despide, dejando un vacío entre los pasillos del Virgen de las Nieves. «Al tratar durante tantos años con los pacientes, te das cuenta de lo importante que es no tener dolor», dice sabiendo el peso de dicho mensaje.
Estos días han sido un lento adiós. De compañeros que se convirtieron en familia, de pacientes que ya forman parte de su historia y de la docencia que también fue su hogar. «También he sido profesor en la universidad», agrega, casi como quien no quiere robar el protagonismo a otros recuerdos. A unas horas de su último día, ha organizado una despedida en el salón de actos del hospital. Decenas de compañeros médicos y enfermeros han pasado por allí cuando han encontrado un hueco libre. «Seríamos más, pero están ocupados», se escucha.
Lo reciben con un pasillo que parece un río de aplausos, y él sostiene entre las manos un pequeño hospital en miniatura. Lo gira, lo observa, lo guarda como quien guarda un secreto. Será su recuerdo del último día, un talismán que lo hará recorrer, en silencio, cada paso que dio durante su carrera.
Aún recuerda su primer día en el trabajo. No sabía cuántos pacientes habría, ni qué historias cargarían sus cuerpos y sus palabras. Los nervios le apretaban la garganta, pero no lo paralizaron. Más bien le hicieron darse cuenta, en el primer encuentro, de que su vida siempre estaría atada a los de adentro: a los pacientes, a sus dolores y a sus pequeñas victorias. «Empecé con los enfermos oncológicos que tenían dolor, y luego nos pasamos al dolor crónico», dice, como quien enumera estaciones de un viaje que no tiene vuelta.
Ha visto crecer el hospital. Lo recuerda desde su inicio, y en cada sala ha dejado algo suyo: su empatía, su paciencia y su voz que siempre sonó humana. Ha visto la desesperación, la incertidumbre, la rabia y el cansancio. Y siempre supo que la bata blanca no bastaba: había que acompañar con calor, con cariño y con comprensión. No siempre podía curar, pero sí aliviar. Siempre eso.
Durante la ceremonia, en el bolsillo de su pantalón, ha esperado un papel doblado. Palabras medidas, pensadas durante años, listas para brotar en el último momento. «Nuestro privilegio siempre ha sido tratar con los pacientes y con sus familias», dice. Reitera, sin aspavientos, la importancia de escuchar, de mirar a los ojos y de estar presente. Y reconoce a quienes lo sucederán: el hospital seguirá latiendo con manos nuevas, con las mismas ganas de cuidar.
Rafael Gálvez no se retira de la medicina. Seguirá como director de la revista de la Sociedad Española del Dolor, colaborará con entidades privadas, seguirá aprendiendo y enseñando. Pero hoy, mientras sostiene su hospital en miniatura, se permite un instante más largo que todos los aplausos: un instante para sentir cada consulta, cada palabra, cada lágrima y cada sonrisa que dejó atrás. Y mientras el hospital entero lo mira, Gálvez sonríe, porque comprende que lo que se lleva no cabe en un papel. «Esto ha sido mi vida», sentencia orgulloso mientras celebra el fin de la etapa.
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