Un flechazo con Granada
La historia de dos estudiantes extranjeras que vinieron a Granada y que viven y trabajan en la ciudad desde hace años
Jorge Pastor
Miércoles, 22 de junio 2016, 02:08
Las estadísticas están ahí. La provincia se ha convertido en un crisol de culturas, con casi 60.000 extranjeros en los 172 municipios. Esta internacionalización ... se hace especialmente patente en la capital. En Granada por múltiples razones. La primera y principal, por sus encantos patrimoniales y naturales. Y la segunda se llama 'universidad'. Pongamos el foco en este curso, sin ir más lejos. En la UGR reciben clase 2.400 alumnos extranjeros de más de setenta países. La mayoría de ellos harán la maleta y cogerán el camino de vuelta cuando acaben la beca y el dinero. Ahí, en el zurrón, llevarán formación, risas y vivencias. Pero también habrá otros que, cautivados por Granada, prolongarán su residencia. Algunos retornarán pasados meses o años. Pero otros sí echarán raíces y se convertirán en granadinos de adopción, con todas las de la ley. Es el caso de Rosanna Carnevale y Evangelia Tzeremaki. Una italiana y otra greco-chipriota. Las dos ya de 'Graná'. La Granada más cosmopolita. La Granada que recibe con los brazos abiertos. La Granada que se vive de puertas hacia afuera.
De la Potenza a Granada
Rosanna Carnevale tiene 37 años y una sonrisa preciosa. Sus orígenes están en un pueblecito de la Potenza llamado San Fele situado en el sur de Nápoles. Aquello es Italia, pero parece España. La parte meridional de 'la bota' fue primero parte del Reino de Aragón y después de España, a partir de los Reyes Católicos. Fue una presencia de cuatro siglos que ha dejado numerosos rastros en las costumbres. También en el habla. «Yo es que alucino», dice Rosanna, licenciada en Filología Inglesa. «En mi tierra se hablan muchos dialectos y resulta muy curioso que algunas de las palabras que se utilizan allí las escucho aquí mismo en Granada», refiere. Rosanna, que es coordinadora de International Studies Abroad, una empresa multinacional que gestiona y tutela la estancia de estudiantes norteamericanos en España, aterrizó en Granada en 2002. Lo suyo fue un auténtico flechazo. «Me dieron a elegir entre un año en Ciudad Real o cinco meses en Granada», explica Rosanna, quien no tardó mucho tiempo en resolver la duda: «Me metí en Google, puse Ciudad Real y Granada, y me quedé enamorada de la primera imagen que apareció». ¿Saben cuál fue? Sí, no se equivocan. Uno de esos atardeceres espectaculares en la Alhambra, con las luces pintando de ocre la montaña roja y con Sierra Nevada completamente blanca. «No lo dudé, lo tuve claro», resume Rosanna, quien agrega que finalizados los cinco meses de la estancia oficial, fue a llorar al rectorado para que le dieran otros cinco más. Y se los dieron. Aquello fue en 2002. Después de unas cuantas idas y venidas, aquí sigue Rosanna, creciendo profesionalmente en su empresa y asomándose todos los días para observar, desde el balcón de su vivienda en la Puerta del Sol, la magia del crepúsculo sobre Granada, con la Catedral al fondo y el horizonte más al fondo.
Recuerda perfectamente que en su primer día en Granada se fue de tapas con su compañero de piso por el Camino de Ronda. Tomó 'pescaíto' y unas cuantas alhambras. El segundo subió a la Facultad. Y allí, aquel día, le ocurrió una de las cosas más importantes de su vida en Granada. Se le acercó una chica para ofrecerle una tarjeta bancaria. «Yo iba muy convencida de que gracias a mi nivel de español, entendería todo perfectamente», comenta. «Pero no comprendí nada de lo que me decía aquella mujer. Me sinceré. Se lo comenté. Y se convirtió en mi mejor amiga hasta hoy». Un caso peculiar. «Los erasmus son una plaga y normalmente sólo se relacionan entre ellos, yo también lo hice, pero yo tuve la ventaja de conocer a esta persona, oriunda del Zaidín profundo, y convivir mucho con gente de Granada», relata Rosanna.
Lo que menos le gusta de Granada es la impuntualidad. «Quedas con alguien y te llaman a última hora para decir que no irán». (Aunque a la entrevista, por cierto, llegó con quince minutos de retraso). Tampoco le agradaba la 'malafollá', pero ahora asegura que le hace gracia. Respecto a las virtudes, Rosanna define a los granadinos como alegres, sociales y acogedores. «Amo a Granada, pero soy una nómada y por mi empleo, estoy siempre de un lado para otro, un trasiego que me permite oxigenarme, desconectar y retomar las rutinas con muchas ganas». Según Rosanna, ahora mismo está en ese punto en que no se siente de Granada ni de Italia. «Ahora me siento huésped en todas partes», confiesa.
De Chipre a Granada
Evangelia Tzeremaki acaba de cumplir los 35 años. Su apellido delata sus orígenes. Su padre es griego y su madre chipriota. Ella vino a hacer el doctorado a Granada gracias a la Agencia Española de Cooperación Internacional, dependiente del Ministerio de Asuntos Exteriores. «Me dieron a elegir cualquier sitio y me quedé con Granada», asegura sin asomo de duda. Trece años después, aquí sigue.
«Es una ciudad adaptada a mi tamaño y la Universidad también me atrajo desde el primer momento porque aquí se podía estudiar Literatura Comparada», comenta Evangelia, quien añade que otro punto a favor de Granada es que era más barata que Madrid o Barcelona, por ejemplo. Ahora Evangelia ya se siente una granaína más. Trabaja en la propia Universidad de Granada, donde gestiona proyectos en la Oficina de Relaciones Internacionales, y también es profesora de inglés.
Lo primero que hizo tras arribar a Granada fue buscar piso. Y «como buena guiri», se fue directamente a Plaza Nueva, en el mismo corazón de Granada. Quería vivir en el centro. Se lo habían recomendado. Ya había hecho las gestiones desde Chipre y fue llegar y besar el santo. Nació en Limasol, a la orilla del Mediterráneo, a la orilla de «un mar increíble». Allí viven de los ingresos que dejan los viajeros y de las importantes empresas navieras implantadas en el puerto. Bajo su punto de vista, Granada y Limasol comparten esa atmósfera internacional y también tienen un tamaño similar. «Aquí, en Granada, he encontrado mi sitio; Granada es mi casa», resume. Aunque también confiesa que para alcanzar esa identificación tuvo que adaptarse al frío y acostumbrarse al invierno.
Añoranzas
A pesar de ello, Evangelia echa de menos Limasol y a los suyos. «Sería plenamente feliz si mi familia y mis amigos más íntimos estuvieran aquí». Una ausencia que suple con la mucha y buena gente que ha conocido en Granada y con la que comparte esos momentos ya inolvidables de risas y confidencias en alguna de las terrazas de la plaza de la Romanilla, a la sombra de la Catedral y el Centro García Lorca. Aunque también disfruta como una cría en los bosques de la Alhambra, escuchando el sonido del agua cayendo por los aliviaderos. «Es un sitio mágico, donde reina la tranquilidad». Y paseando más allá del Sacromonte. Y también más allá del Puente Verde.
Evangelia gusta de patearse Granada. También de disfrutar al máximo de toda su oferta cultural. Es una fan del Festival de Tango, está abonada al Teatro Isabel la Católica y procura asistir a algún concierto del Festival de Música y Danza. Le gustan los violinistas que tocan en la calle Zacatín. Y los flamencos que taconean en las Pasiegas. Es la vida en la calle. La de acudir una y mil veces a los sitios donde te tratan bien y te sientes a gusto, una costumbre muy de los griegos.
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