«Sólo me canso cuando no hago nada»
Antonio Covo, de 95 años, celebra siete décadas como cura y continúa su labor en la Basílica de las Angustias
E. X. C.
Martes, 16 de junio 2015, 01:26
Zujaira, Casa Nueva, Zagra, Almuñécar o La Herradura -en la Costa le llamaban «el cura mozuelo» por su juventud- fueron sus destinos, algunos por oposiciones, ... que entonces se hacían, antes de llegar hasta la basílica de la Virgen de las Angustias donde lleva ya casi seis décadas.
Antonio Covo Ariza acaba de cumplir sus bodas de diamante como sacerdote. O lo que es lo mismo setenta años de entrega a una vocación que siente desde pequeño, «cuando mi madre me llevaba a la cama un misal y con él jugaba a hacer misas».
No es de números, así que no ha contado cuántos arzobispos y papas ha conocido, y tampoco cuenta cuáles son sus predilecciones.
Sí recuerda su única salida al extranjero que no fue al Vaticano -«nunca he ido»-, sino a suelo francés, al que llegó con un grupo de inmigrantes del que fue delegado durante diez años y a los que mandaba los periódicos de IDEAL y escribía cartas de ellos en la prensa, con las que «hice cinco mil libros que me costeó el ministerio de Trabajo».
Nació en Gabia la Grande -así se llamaba entonces- el 29 de febrero de 1920. Su padre, del que lleva el nombre, era médico titular del pueblo. «Fue el primero al que se le ocurrió traer el agua potable y dejar la de los aljibes, que eran un foco de enfermedad». Un hombre querido al que se recuerda con una calle en la localidad.
Falleció muy joven, aquejado de gripe -tan peligrosa en aquellos años- que le contagió una monja a la que quiso curar.
Sus últimos momentos aún emocionan a nuestro sacerdote «nos llamó a su esposa y a los cuatro hijos y nos dio un beso como despedida».
Su madre, Antonia, no se arredró ante la situación de desamparo económico en el que quedaron y como se dice ahora, se buscó la vida y aseguró la de sus hijos varones.
Al mayor, que quería seguir la carrera paterna, le consiguió que el propio Colegio de Médicos le costeara los estudios.
A don Antonio, nuestro protagonista, le apuntó en el Colegio de las monjas de la Caridad, y de ahí con nueve años pasó al seminario de la placeta de Gracia, también con una beca.
Recuerda años duros en los que vio muchas cosas que quiere olvidar, pero no renuncia a su sonrisa, cuando echa la vista atrás. Y es que, aunque su voz está quebrada por los años de esfuerzo, «antes no había micrófonos ni esas cosas», mantiene intacta la memoria y cuenta, una y otra vez que «el sacerdocio es una cosa muy seria», añadiendo, rotundo, que «el Santo Padre es tan bueno que no le tiembla el pulso para castigar a quien con sus escándalos quieren manchar la labor de la Iglesia».
Resuelto -será herencia de sus padres- hace bueno lo de «pides más que un cura», y ha llevado a cabo una labor infatigable, poniendo en marcha las más diversas iniciativas. Por ejemplo, el cine parroquial -consiguió traer de fuera de Granada un proyector-, cuidaba el reloj de la fachada, decía la misa radiada de los domingos, ha escrito libros, impulsó nuevos templos y compró imágenes, intervino en el arreglo de la fachada y la iluminación de la iglesia de San Antón; llevaba cuentas y el archivo parroquial; y sigue editando una publicación (ya van doscientos ochenta y ocho números) que se llama 'El sembrador', que envió al propio papa Francisco.
Su carta de agradecimiento -también le ha enviado la bendición por los setenta años de sacerdocio- está enmarcada en una coqueta salita -vive solo aunque le ayudan en la casa y le acompañan- donde también hay fotos de su familia, de la Virgen de las Angustias y fray Leopoldo, dibujos de monaguillos y muchos recuerdos.
Es una casa donde «siempre es Navidad» con un niño Jesús engalanado todo el año, como si fuera a sonar un villancico.
En sus siete décadas de sacerdocio, le ha ocurrido de todo. Hasta encontrarse con un joven «que yo creía que venía a confesarse y que me dijo que venía por mi cabeza, a matarme». Pudo hacerse el tonto y conseguir que se marchara.
Y es que cuenta anécdotas y no para. Como el día que recibió a la Reina Doña Sofía con sus hijos. Don Antonio le dio un beso al entonces Príncipe Felipe, acto que le recriminaron por no ser protocolario, «vaya a ser que se rompa el niño», no dudó en responder.
O cuando recuerda la visita de Juan Pablo II a Granada, y el arzobispo José Méndez Asensio -al que recuerda con gran cariño porque fueron compañeros de estudios- se le cayeron todos los papeles con las palabras que iba a pronunciar, «pero pudo continuar gracias a su buena memoria».
Y sonríe recordando al párroco de La Herradura -con 95 años, los que tiene él ahora- que le apartaba a las chicas cuando se estaban confesando, acusándolas de «pegajosas», aunque don Antonio nunca tuvo dudas de su vocación.
La palabra vacaciones no está en su vocabulario. Alguna vez ha ido a un hotel donde otros sacerdotes pasan temporadas, pero «allí no se oyen ni los pájaros». No se va a retirar nunca porque «sólo me canso cuando no hago nada». Y por eso sigue escribiendo, y pensando, y sigue ejerciendo de sacerdote, oficiando la misa de las diez en las Angustias, media hora de confesiones y acudiendo los domingos al convento del Santo Ángel. Y ha escrito su propio cuaderno de memorias, ciento quince ejemplares, firmados de su puño y letra. Porque aquel niño que se dormía jugando con el misal «del tito Antonio» y que, ya sacerdote, recorría los pueblos en bicicleta, moto -pagando él gasolina-, en burro, a caballo, y hasta en barco «sin saber nadar», sigue mandando a su madre «un ramillete de oraciones» y sigue recordando aquel último beso de su padre.
No es de números, por eso sería incapaz de recordar cuántos bautizos, comuniones, cursillos, bodas, clases de religión. ha impartido. Y de horas de misa, ni hablamos. Setenta años dan para mucho.
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