Vides de vida
MarÍa Elvira Martinez de Tejada Cañizares
Domingo, 7 de agosto 2022, 23:15
«Si alguna vez te sientes perdida, ve a la Rioja a encontrarte con los tuyos». Esas son las palabras que me dedicó mi abuela ... meses antes de morir. Únicamente lo dijo una vez, yo tenía diez años, pero aquella frase que creí olvidada comenzó a tomar fuerza el día que estrené tres décadas.
La misma noche de mi trigésimo cumpleaños fui consciente de que mi innata alegría se marchaba a hurtadillas, necesitaba volar del nido para probar otros caldos con los que extraer el jugo a la vida y decidí hacer caso a la profecía de mi abuela: «me fui a por uvas».
Como compañera de viaje escogí a la única persona con la que podía dialogar, enfadarme, o reír a conveniencia: me elegí a mí misma. Y para que nadie se preocupara, justifiqué que el motivo de tan imprevisto viaje era conocer la tierra de mis ancestros que, como contaba mi abuela, nacieron entre vides.
Introduje en el GPS mi futuro destino: Laguardia. Y una fría mañana del once de febrero puse rumbo a tierras riojanas. A las inclemencias del tiempo se sumaron las obras de conservación de carreteras, que me obligaron a parar en precarias estaciones de servicio para remediar el cansancio. Fueron muchas las veces que atosigué a mi invisible copiloto con estériles discursos sobre la locura de acometer tan irreflexiva aventura, pero la necesidad de un cambio me animaba a continuar rumbo a mi destino.
A medianoche, y con centenares de kilómetros a las espaldas, logré aparcar bajo el techado de cáñamo de la posada que haría de mi hogar durante unos días. Estaba agotada y confundida, pero la posadera fue tan hospitalaria que consiguió esfumar mis dilemas con oportunas palabras y su reconfortante caldo casero.
El trasiego de pasos, el traqueteo de platos y cubiertos, y el rumor de los huéspedes que desayunaban en el comedor, me despertó con las primeras luces. De puntillas, me acerqué hasta la ventana y abrí los postigos para hacerme una composición de aquel paraje. Unas nubes violáceas, parecidas a lana de borrego, forraban el cielo y deslicé la vista con intencionada lentitud, hasta que rebasé la línea que separaba el manto violeta de un mar de vides que se perdían por el nevado corazón de la Rioja alavesa.
***
Podría dedicar capítulos enteros a contar las peripecias vividas entre aquellos viñedos, pero daría para una novela. Y mi único propósito es que, quien quiera que haya leído estos párrafos, y en algo se haya sentido identificado, conozca brevemente los efectos que puede ejercer aquella tierra de sarmientos.
Comenzaré por contar que localicé nuestro escudo familiar tallado en piedra sobre el dintel de una casona. Sus moradores, quienes resultaron ser primos de mi abuela, me invitaron a pasar al patio donde las confidencias se liberaron sin mordaza tras varias botellas de vino. Brindamos por su recuerdo y escuché con sorpresa la inesperada vida de la mujer que había inspirado aquel viaje. Una mujer que, por amor, supo ganar la partida a las imposiciones de un destino ideado por otros. Orgullosa por ser su nieta, y obsequiada con una copa vacía y una botella de rioja, me despedí al menos una docena de veces antes de partir hacia una bodega a contemplar el atardecer.
Es curioso lo que puede acontecer cuando te dejas arrastrar al capricho de la vida, pues el hecho más relevante de mi historia sucedió en un guardaviña que coronaba una colina. Aquella modesta construcción resultó ser mi refugio particular, me senté a sus puertas en un tranco de madera, abrí la botella de vino y alcé la copa para brindar con el horizonte en honor a mis ancestros. Mi reflejo aparecía distorsionado sobre el cristal y comprendí que dentro de mí también se decantaba parte de ese coraje riojano, forjado en batallas napoleónicas y castellanas. Con la esperanza puesta en aquellos sarmientos bebí el caldo, y escuché a mi abuela que me susurraba: «Estas son las vides de tu vida».
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