Viaje al mar
Manuel Rogelio Béjar Castro
Domingo, 18 de agosto 2024, 23:46
A menudo me pregunto por qué la mayoría de los recuerdos de mi infancia son en blanco y negro. Recuerdo el impoluto blanco de mi ... casa del Albaicín, hiriente de renovado encalado anual; y el velo de las mujeres al entrar a la iglesia. No entendía la razón por la que tenían que ocultar su pelo. El negro de la sotana del cura que incrustaba sus ojos, también negros como el fondo del pozo, en los míos, como si quisiera adivinar en la confesión los pecados que no decía. Y el gris. Todo era gris en la España de finales de los años 60. La gente era gris y vestía de gris. Personas grises embutidas en trajes grises. Los políticos, tecnócratas, pero grises. Y no digamos los policías.
Apareció la televisión. La ventana al mundo a la que nos empezamos a asomar los niños de aquella época te mostraba también todo en gris. Una infinita gama de grises que se quedaron para siempre en aquellos recuerdos infantiles. Todavía recuerdo la decepción de mi primera visión en la televisión del mar. Nunca había visto el mar. Sólo en las imágenes que ilustraban la primera novela que pude leer, 'Veinte mil leguas de viaje submarino', en donde se le dibujaba con unos preciosos tonos azules claros. Sin embargo, en las películas de la época aparecía en gris. ¿Cómo podía ser gris el mar?
Mi primer viaje al mar marcó mi infancia. Tenía como destino la playa de Motril. Fue un viaje familiar frustrado en un caluroso verano de Julio del 68. Tenía 11 años recién cumplidos. Niños, mayores, enseres, comidas y bebidas en caravana hacia el mar. Eterno viaje con niños ya cantando, ya vomitando. Los 'caracolillos de Vélez' eran implacables. De pronto, alguien dijo en voz alta:
–Mirad. El mar.
Me puse las manos en los ojos. Estaba nervioso.
–¿Dónde? –pregunté, con ansiedad.
–¡Allí, a la derecha!
Y llegó la decepción. El coche giró bruscamente y enfiló un polvoriento camino de tierra. Un grito desgarrador delató mi desesperación:
–¿Pero a dónde vamos?
La voz de mi padre sonó muy poco alentadora:
–El cortijo de los primos está en el campo. Vamos a comer con ellos. Si os portáis bien, esta tarde bajaremos a la playa.
El cortijo estaba en una hondonada, rodeado de cultivos y colinas. Y al pie de una montaña más alta. Era lo mismo que había donde vivía. Campos, polvo, tierra y miseria. Calculé que desde la montaña se podría ver el mar, así que, mientras se daban abrazos, besos y miles de interminables saludos, decidí subir por la montaña. Allí, en la cumbre, podría ver el mar sin obstáculos. El mar libre en toda su extensión. Quizás no se darían ni cuenta.
Y subí.
Subí por la montaña todo lo rápido que pude. La fuerte pendiente hacía que me dolieran las piernas. Me faltaba el aire, pero no tenía tiempo de parar. No había senderos; ni me importaba. De vez en cuando, volvía la mirada hacia las colinas frente a la montaña, para comprobar si ya se veía el mar. Nada. Tenía que subir más.
Cuando llegué a lo más alto ya había perdido la noción del tiempo. Todavía jadeando, me volví y allí estaba. El día era ventoso. Sobre una extensión infinita de color azul oscuro, se veían destellos blancos por debajo del horizonte. El horizonte separaba dos inmensidades azules. Mar y cielo. Cielo y mar separados por una perfecta línea recta. Había distintas tonalidades. Hacia la parte derecha, en donde en el cielo había unas nubes grises oscuras, el color del mar era azul pálido, casi grisáceo. En la parte derecha, donde los acantilados, verdoso a turquesa. Me senté y quedé extasiado, contemplando cómo los cambios de tonalidad se iban desplazando. En la playa, crestas discontinuas paralelas blancas llegaban incesantemente.
Tenía que bajar y acercarme al mar. Olerlo, saborearlo, intentar penetrar en él. Bajé un buen rato, hasta que un hombre surgió de entre unas rocas. Me llevé un gran susto cuando se acercó hacia mí:
–Chiquillo, ¿dónde te has metido?
–Ahí arriba.
El hombre miró hacia la montaña y resopló.
–¿Te has perdido? ¿Estás bien?
No supe qué contestarle. Estaba asustado. Continuó hablando, mientras se movía nervioso:
–Menuda has armado. Llevamos cuatro horas buscándote.
Al llegar abajo, toda la gente me gritaba. Yo estaba bloqueado. En una habitación de la casa los niños no paraban de llorar, aunque ya estaba allí con ellos. Había dos tías que rezaban y gritaban histéricamente: «¡Gracias, Dios mío!». Y estaba mi madre. Cuando me vio, no me chilló como los demás. Me abrazó un buen rato, me quitó algunos pinchos que todavía me quedaban, y me miró fijamente con sus pupilas azules sobre fondo blanco enrojecido:
–¿Por qué te has ido solo a la montaña?
–Mamá, tenía que ver el mar.
Tardó en contestarme unos segundos. Después dijo:
–Mira a tu alrededor.
Seguí su mirada lentamente por la habitación. Niños lloriqueando, gente rezando, mi padre hablando nerviosamente con otros hombres. Lo que me dijo después lo entendí perfectamente. Palabras que hacen a una persona madurar años en varios segundos.
Después ya no había tiempo ni ánimo para ir a la playa. Había frustrado el día de fiesta de todos.
Durante el silencioso y largo viaje de vuelta me prometí que nunca volvería a hacer sufrir ni llorar a nadie. No sé si lo he conseguido, pero me convertí en una persona responsable y formal.
He vuelto muchas veces al mar, pero la visión de aquella primera vez quedó incrustada como una foto fija, de color, en mi mente. Y, sin embargo, desde aquel día, mi vida quedó para siempre unida a las montañas. Mar y montañas, dos mundos tan distintos. Con el paso del tiempo, he preferido las montañas. Subir por ellas es siempre emocionante. Además, en sus cumbres, contemplo mejor mis sueños.
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