El vestido de las flores secas
fermín anguita fortes
Miércoles, 20 de julio 2022, 23:36
Julio siempre fue un mes de mañanas tempranas, con aroma de bizcochitos, comprados a granel, para el desayuno y el alboroto que traía siempre, consigo, ... el lechero. Porque el lechero era en sí mismo una feria con todo incluido: voces, reclamo, gritos, risa y chanzas.
Era tanta la alegría de las vacaciones que mi cara de recién levantado duraba apenas diez minutos, los justos para intentar ordenar en mi cabeza los planes para un nuevo día de un verano que tenía muchas semanas por delante.
Ya no era un niño. Me negaba en rotundo a admitirlo, porque intuí que reconocerlo implicaría una renuncia a la felicidad desprendida que irradiaban aquellos días. Y me di cuenta cuando, al sentarme a desayunar, mis pies ya no colgaban balanceándose en la silla y comenzaba a darme vergüenza andar siempre descalzo. Bueno… en realidad lo descubrí una mañana, al sorprenderme a mí mismo espiándola mientras baldeaba la puerta de su casa. Y la espié esa mañana, pero también las tardes y noches de mi verano adolescente.
Entonces no quedaba más remedio: te hacías amigo de sus hermanos o te exponías a que te largaran, con malos modos, si su padre te viese mocear con la niña. Y así fue. Pero la niña no era una niña, era un ser extraño para mí… era algo imposible de ser entendido por mis propios pensamientos, sobre todo porque cada vez que intentaba acercarme a ella el miedo me alejaba, mientras que otra parte de mí quería, simplemente, tocar la punta de sus dedos con los míos.
Me gustaba verla caminar, de espaldas, mientras se marchaba a la playa con aquella reata de niños maleducados y vocingleros.
Pronto descubrí su permanente costumbre de echarse atrás uno de los lados de su pelo largo. Y entonces su pelo largo también comenzó a formar parte de mi catálogo de pequeñas caricias pendientes e hirientes. Una vez la observé cómo echaba comida a los pollos mientras ¡les hablaba por su nombre!, y se reía dulcemente con el alborozo de las aves; no como hacían los burros de sus hermanos, que provocaban de inmediato una estampida en el gallinero.
La primera vez que me habló, porque ella me habló a mí y no yo a ella, fue porque acudió alarmada tras el costalazo que nos dimos su hermano, «el rubio», y yo en la puerta de su misma casa tras empotrar una vieja bici sin frenos en el poyete de la fachada. La vergüenza que pasé hizo que no prestase atención a que me había desollado la pierna derecha, con medio culo incluido. En medio de todo aquel esperpento, comenzó el interrogatorio:
—¿Hasta cuándo tenéis alquilada la casa? —me preguntó.
—Nos quedamos hasta la primera semana de septiembre. Mi padre dice que aguantaremos todo el verano aquí, para que nos desfoguemos bien en la playa.
—¿Te ayudo a curarte?
—¡Noooo, estoy bien! ¡Me voy!
A esas alturas de la conversación ya habían acudido allí hasta las gallinas. Las de verdad y todas las cotillas cercanas, curiosas por ver los efectos del «pellejazo» con la bici, la conversación con la niña y la estupidez del hijo del abogado que había venido a pasar las vacaciones a un pueblo playero tan chico y tan raro.
Esa noche la soñé despierto. La imaginé limpiando mis heridas de guerra mientras se echaba para atrás el pelo y, después, me sentaba con ella en la orilla mientras que yo le contaba de qué manera ella ya era una buena razón para reconocer, de una vez, que me había convertido en un adulto.
Y llegó la prueba de fuego:
—Mañana empiezan las fiestas. Este año han montado más columpios «de los grandes». ¡Vente, vamos todos!
El «todos» incluía a los energúmenos de los hermanos y a dos omnipresentes primas que, a buen seguro, no perderían puntada ni detalle alguno.
Eso sí, llegado el momento no fui a recogerla a ella, ¡faltaría más!, sino que yo formaba parte de la soldadesca masculina, hasta que doblásemos la esquina y quedásemos lejos del puesto de observación paterno.
Pero no. No fueron los columpios. Ni la fiesta. Nada de eso. Esa niña única y preciosa, como las mañanas de julio, volvía a llevar su eterno vestido «de salir». Lo noté de inmediato y lo supe pese a la escasa clarividencia que pueden darte los quince años y, al mismo tiempo, con el dolor que va apareciendo en tu alma cuando comienzas a dejar de ser un niño. Aquel vestido de flores de varias temporadas, que había ido creciendo con ella a fuerza de «echarle el bajo» y a costa, inevitable, de que un punto de desvaído se notase en el estampado que comenzaba a marchitar, como su inocente niñez. Aquel vestido que, pese a haberse estrenado en tantas tardes de verano, brillaba en ella, como si de una primera vez se tratase, en todo su esplendor. Un vestido humilde que, dejado caer desde sus hombros, reclamaba para esa niña todo el honor y el amor que sólo la sencillez es capaz de exhibir.
Desde esa tarde dejé de espiarla y decidí comenzar a mirarla de cerca y de frente. No podía actuar de otro modo ante quien me estaba dando una lección de dignidad que merecía mi atención mucho más, infinitamente más, que aquellos preciosos gestos de ella que me sacaban de quicio, que me volvían loco y que yo contemplaba cobardemente desde la distancia.
Esa tarde desapareció para siempre el niño que aún había en mí. Porque supe…, lo supe de una manera brutal y totalmente explicable, que me había enamorado de una mujer a la que yo debía ver como una mujer y entender como una mujer que ya le estaba demostrando a la vida que la apariencia de simpleza o modestia puede ser, o es siempre, un gran signo de grandeza.
Y sí. Siempre estarás ahí. No en mi recuerdo, sino ahí.
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