El verano de un autónomo
carlos garzón guinea
Miércoles, 3 de agosto 2022, 00:20
Desde pequeño supe que quería ser empresario, a pesar de que mis veranos nunca fueron tan largos ni divertidos como los de mis amigos, acostumbrados ... a las olas del mar y a destinos más o menos exóticos. Yo me conformaba con ir a la tienda de ultramarinos de mi abuelo y esperar, agazapado detrás del mostrador, a que los clientes entraran y revolvieran por aquí y por allá, a que preguntaran por esto y lo otro y, los menos, a que notaran mi presencia y soltaran un recurrente «hay que ver cómo ha crecido este niño».
Mis responsabilidades, que inicialmente se limitaban a estar calladito y no molestar, crecían al ritmo de mis huesos, haciéndome cada año más necesario para mi abuelo mientras su influencia y energía se iban apagando. Cuando llegó su merecida jubilación, la edad adulta me convirtió en la pieza imprescindible para que el engranaje siguiera funcionando.
Lo tenía todo para continuar con el negocio, pero los nuevos tiempos, las grandes cadenas de alimentación y la presión familiar que me instaba a estudiar una carrera para «ser alguien en la vida» fueron reduciendo los márgenes de beneficios a la par que mi interés por permanecer dentro de esas cuatro paredes, y propiciaron que me decantara por estudiar la carrera de administración y dirección de empresas.
Aprendí a poner nombres técnicos a tareas que había visto hacer toda la vida, entendí que las libretas con infinitas anotaciones y números que mi abuelo rellenaba a una velocidad pasmosa no eran solo una de sus manías controladoras y, finalmente, pude conocer al visitante que él más odiaba (y prometo que venían algunos terriblemente pesados) y cuyas visitas y cartas nunca eran bien recibidas: Hacienda.
Tras cinco años rodeado de brillantes compañeros que, obnubilados por los cantos de sirena de las renombradas 'Big Four' y por la ansiada meta de convertirse en socios de trajes caros con pingües beneficios, vendían su alma y tiempo al mejor postor, decidí que mi camino tomaría otros derroteros. Y así fue cómo, siguiendo la tradición familiar, me decidí a emprender y a fundar una empresa logística.
Las razones eran diversas, pero me atraía principalmente el hecho de ver crecer mi proyecto personal, mirarme al espejo y verme cada vez más calvo pero más sabio, curtido en mil batallas y añadiendo ceros a unas cifras de facturación que ilustrarían con vigor una trayectoria construida sobre un mar de lágrimas, ríos de sudores de tinta china, llamadas inquisitorias del banco y mil y una noches sin dormir.
El solitario traqueteo de las teclas de mi ordenador se convirtió con el paso de los años en un bullicio creciente de trabajadores, pausas para el café, llamadas telefónicas y cotilleos de fulano y mengano, con oficinas, almacenes y garajes que se iban quedando pequeños tras cada ejercicio fiscal.
A pesar de que la empresa absorbía mi tiempo casi de manera exclusiva, pude formar una familia, comprar con esfuerzo nuestra primera vivienda y pensar para mis adentros que sí, que todo lo conseguido había sido posible por aquellos veranos detrás del mostrador y por el día en que me decidí a constituir la sociedad empresarial.
Mi abuelo siempre decía que, trabajando duro y con una pizca de suerte, podría alcanzar cualquier meta que me propusiese. Tenía la experiencia, educación, unos ahorros para empezar y acceso a financiación bancaria con unos tipos de interés favorables por la coyuntura económica. Habría años mejores y peores, como siempre los había habido. La sociedad española había avanzado, con una democracia asentada, y no se vislumbraban guerras ni acontecimientos políticos relevantes que sumieran a la economía en una crisis similar a la aciaga depresión financiera de 2009. ¿Acaso podía ir algo mal?
La respuesta parece evidente en este punto. Un virus, de procedencia dudosa e invisible a los ojos, ganaba cuota de mercado a una velocidad vertiginosa y hacía saltar por los aires todas y cada una de las previsiones de crecimiento de las más reputadas agencias de calificación.
El mundo cerró la persiana, y todos nosotros con él. Los ingresos se redujeron a cero mientras las facturas de la luz, el combustible y los costes de los proveedores se disparaban. Unos dicen que la culpa es de los contenedores en China; otros que del conflicto de Ucrania; otros que de los políticos que no han sabido reaccionar en este contexto. Yo no sé de quién es la culpa, pero sí veo que los clientes ya no llaman como antes, que muchos compañeros cierran la persiana para siempre y que los centros de ciudades van apagándose y convirtiéndose en cementerios de pequeños empresarios cuyos rótulos serán borrados por el inexorable paso del tiempo.
He llorado por primera vez en mucho tiempo. Me he visto obligado a despedir a gente que llevaba toda la vida conmigo, casi familia. He malvendido parte de la flota de vehículos para obtener liquidez. Mis hijos me preguntan que dónde pasaremos el verano este año. Aún no me atrevo a decirles que esta vez no habrá vacaciones. Como mucho, un fin de semana en una playa cercana.
A veces siento unas enormes ganas de abandonar, aceptar el fracaso y empezar una nueva vida con el tradicional currículum a doble cara. Incluso he pensado en opositar, pero creo que no estoy hecho para eso. Mi abuelo ya no está, pero sé que él lucharía por salir adelante y que nunca me perdonaría abandonar. No puedo retroceder ahora.
Los autónomos somos mayoría en España. Muchos estáis en la misma situación que yo. Solo os pido que no os rindáis. Que luchéis por vuestros sueños. Por lo que habéis conseguido. Por todo lo que queda por conseguir. Por la gente a vuestro cargo. Por vuestras familias. Se vienen tiempos duros, pero los superaremos. La vida son ciclos y este es uno más.
¿Habéis pensado ya dónde iréis en vuestras próximas vacaciones?
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