Los vencejos de la Alhambra
Ana Burgos Alcaide
Miércoles, 6 de agosto 2025, 16:55
Se adelantaron a la primavera antes de lo previsto. Llegaron en bandadas, no de cientos, sino de miles. Eso lo supe más tarde…
Desde temprano ... los rayos del sol lamían como lenguas de fuego las calles aledañas a Plaza Nueva, ofreciendo un fuerte contraste de tonos cálidos y fríos. La mañana se había complicado a causa de la venta de un terreno familiar que me trajo de vuelta a Granada. Después de dos horas tediosas, una vez finalizada la reunión con el notario, la operación no se iba a concluir ese día.
Cuando salí al exterior me topé con la algarabía de la plaza que circundaba el edificio vetusto y gris. Faltaba poco para despedir el año, y la ciudad retomaba los adornos y las luces, para recibir a los visitantes que acudían a ella. Me adentré en una de las callejuelas cercanas, intentando huir del calor sofocante, nada habitual en esa época del año. Deambulé un rato para decidirme a comer algo en uno de esos pequeños restaurantes árabes de la calle Elvira. Fue allí cuando escuché a una pareja, sentada a una mesa próxima a la mía, hablar de los vencejos. No les presté demasiada atención, pues el tema de los pájaros no era de mi especial interés. Eran dos turistas aficionados a la ornitología. Nada más, eso pensé yo entonces. Su fuerte acento mejicano se distinguía de la suave música del interior de la cocina. Una chica salió para ofrecerme la carta. Elegí un menú y una cerveza. A los pocos minutos me trajo lo que había pedido y, mientras almorzaba, los dos chicos seguían enfrascados en su conversación. Gesticulaban con vehemencia. Hablaban de cosas sin sentido, tales como que no se había atendido a las señales en el cielo que avisaron de la llegada de las aves. Decían que la humanidad se hallaba al borde del abismo, y más allá de ese abismo, nadie sabía qué le iba a deparar. Al oír eso solté el tenedor en el plato, a la vez que los miraba de reojo, pero ellos me ignoraron y continuaron hablando. Las palabras de la extraña pareja eran apocalípticas, mostraban un escenario aterrador del que no era posible huir. No me apetecía escuchar a un par de locos. Terminé la cerveza y me apresuré a pagar la cuenta para salir cuanto antes del establecimiento.
A pesar de que era invierno los atardeceres se iban espaciando. Atravesé Plaza Nueva y me dirigí hacia la Carrera del Darro. A esa hora era agradable dar un paseo bordeando el río. Después de cruzar el puente y dejar atrás las primeras casas, me adentré en el barranco. Mientras subía por el empedrado más me alejaba del bullicio de la ciudad. El camino del Rey Chico conducía a otro tiempo. Me percaté de que por la cuesta no me cruzaba con nadie. Cosa rara, pensé. Era primera hora de la tarde, habían comenzado las vacaciones de Navidad; era habitual encontrarse a esas horas con grupos de turistas, o ver alguna pareja paseando por los alrededores. Respiré hondo el aire, para abstraerme de cualquier otro pensamiento, y enseguida olvidé la anécdota.
A mitad del camino comenzó a refrescar. El cielo, que se había tornado de un color gris plomizo, se oscureció. Amenazaba con llover de un momento a otro. Empezaron a caer unas gruesas gotas. Aligeré el paso, sin saber dónde refugiarme del posible aguacero, pero la lluvia se disipó, y dio paso a una neblina que aletargó mis sentidos. El frío se hizo cada vez más intenso. El silencio del paraje pesaba sobre mí. Aquella ausencia de sonido no la rompía el murmullo del agua cayendo de las cascadas, ni el crujido de las ramas, o el de las hojas secas en el suelo bajo mis pisadas; tampoco se escuchaba el canto de los pájaros. Me veía dentro de una película en blanco y negro, en medio de una especie de sinfonía muda, y como fondo, una naturaleza muerta que me rodeaba en un abrazo. Quise correr, escapar a toda prisa de allí, alcanzar los grandes arcos. Pero mis piernas no me respondieron. Tenía las extremidades entumecidas, un aire gélido cortaba mi cara. Sólo pude llegar a uno de los bancos de piedra, donde me dejé caer. Permanecí sentado, no sé por cuánto tiempo, con mis brazos apoyados sobre las rodillas, intentando sujetarme la cabeza con mis manos. Todo parecía darme vueltas.
Un ruido sordo vino de la parte de arriba, el ruido de los pasos de alguien acercándose. Me sentía mareado, confuso. Giré la cabeza, y enseguida le reconocí. Era el mejicano que había visto en el restaurante de la calle Elvira. No iba acompañado de la mujer. Bajaba con dificultad, como si le costara mantener el equilibrio. Con una mano se cubría la herida de un picotazo que tenía en la frente. Quise acercarme para socorrerle, preguntarle qué le había ocurrido. Pero él no me habló. En su rostro se reflejaba el desconcierto, el terror. Un leve chasquido, y comenzó a correr cuesta abajo, hasta que lo vi desaparecer en la niebla.
Desde lo alto de la colina de la Sabika se erigían fieros, imponentes. Ahora sabía que vinieron para quedarse, para adueñarse de lo que consideraban suyo, para no marcharse jamás. A lo lejos, el sonido amortiguado de los fuegos artificiales anunció un nuevo año. Desde arriba pude ver el resplandor que iluminaba a la ciudad, e imaginé sus calles y plazas atestadas de gente festejando, ajena al peligro. Pero en los bosques de la Alhambra el ambiente era distinto. Alcé la vista, mis ojos estaban fijos en el cielo violáceo; permanecían atentos a la volada, a sus picos fuertes sedientos de sangre; a las alas de media hoz de los vencejos, afiladas y amenazantes, prestas a buscar su próxima víctima en un descenso veloz.
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