Te vas a poner bien
Cristina Carrión García
Domingo, 11 de agosto 2024, 00:08
Lo que viajaba desde la bolsa de plástico con números y códigos colgada en la percha de metal que tenía a mi derecha lo recibía ... directamente en mi reservorio subcutáneo. Eran ya tres ciclos de quimio los que contaba y digamos que no me podía quejar de llevarlo mal. Tampoco era para echar cohetes, pero no lo definiría como mal. Sin embargo, todo lo que me hacía sentir bien tenía un motivo que me vais a dejar que os cuente: Blanca.
El primer día que la vi, sentada en aquel sillón leyendo un libro bastante grueso, me llamaron la atención la serenidad y la valentía de ver cómo afrontaba aquel monstruo y me pregunté si era una de las personas que había asistido a la terapia que ofrecía el equipo de psicólogos del hospital o si simplemente tenía esa sangre fría de aceptar lo que le había tocado. 'Nos' había tocado. En todas las sesiones, ella leía en silencio mientras yo disimulaba detrás de una revista tan usada que parecía desintegrarse a cada página que pasaba. Alzaba la vista constantemente con timidez para que, cuando nuestras miradas se encontraran en algún punto común, pudiera entablar con ella algo de conversación para pasar el rato y conocerla. O hacerle un gesto idiota como mínimo. Y ni por esas. No abría su boca en todo el rato, quizá pensaba para sus adentros que era mejor no mantener tampoco un contacto visual con nadie y así se sentiría invisible. Solía dar las gracias a la enfermera a juego con una sonrisa que pasaba desapercibida para el resto y abandonaba la sala cuando terminaba tan pancha como cuando entraba. «Me gustaría ser como ella», susurré para mí. Comencé a elucubrar diferentes teorías sobre las escasas dos horas que había estado compartiendo espacio conmigo esos días tan señalados. Podría ser un ciclo más para ella, quizá el último, y por eso estaría más que acostumbrada a estos profesionales, a los sillones, a la escasa decoración y a la interminable lista de consejos para sobrellevar los efectos secundarios que cubrían las paredes de la sala a modo de carteles.
Al llegar a casa, con la ilusión de un niño, me dispuse a coger mis acuarelas y un trozo alargado de papel. Pinté varias figuras abstractas con los colores que llevaba en su jersey –porque Blanca siempre llevaba el mismo–, colores divertidos que supuse que serían sus favoritos, o al menos, aquellos que le daban la energía que necesitábamos al estar enfermos. Comencé los trazos con dedos temblorosos intercalándolos con pedazos de angustia que me subía desde el estómago. Tuve que parar un par de veces para descansar e incluso ir a vomitar. No se me estaba cayendo el pelo al menos, que no era poco. Me repuse después de dos horas durmiendo solo en mi apartamento y agarré de nuevo el pincel. «Te vas a poner bien», le escribí en ese marcapáginas con tonos degradados y un 'lettering' aniñado, deseando que lo llevara siempre consigo, en su libro grueso y me recordara como el chico que se sentaba delante de ella en las sesiones. «Ojalá pudiéramos construir una historia en algún sitio», me repetía iluso.
Me así a los reposabrazos en la cuarta sesión y el líquido frío penetraba de nuevo en mi cuerpo. Pasó una hora y no llegaba. Hora y cuarto. Mi nerviosismo aumentó. Me miré los pantalones que se me estaban quedando grandes y agradecí estar sentado con el último agujero del cinturón aferrándose a mi cintura. A veces me sentía como un payaso. Hora y media de retraso. Me temí lo peor. La señora de al lado comenzó a darme una conversación un tanto inocua e intenté seguirle el hilo, pero mis pensamientos estaban en otra parte. Al cabo de un buen rato de cháchara, la puerta se abrió y mi bolsa se acabó. Fue una fugaz coincidencia. Y la verdad es que, cuando te encuentras en ese limbo donde no sabes hasta qué día te quedarás en esta tierra, un fuerte impulso te rompe la más profunda introversión y te saca a actuar como nunca antes te has atrevido. Me desenchufaron la vía de lo alto del pecho, saqué el marcapáginas de mi bandolera, ella sacó su libro de la suya, se subió la manga de su mullido jersey y se sentó. Me acerqué a ella envalentonado, con una seguridad aplastante y una sonrisa bobalicona que dejaba entrever todo el platonismo que estaba sintiendo hacia ella. Dos butacas antes de alcanzarla, giró su mirada hacia la puerta que se abrió de nuevo y curvó la línea de sus labios hacia la persona que entraba por primera vez: un fornido caballero uniformado de policía a quien saludó con un pasional beso en sus labios. Ahora sí. Ahora sí me temblaban los tuétanos y me quise desmayar. La vergüenza enrojeció las mejillas de mi pálida tez y disimulé cambiando el rumbo, esquivando al personal sanitario, dejando la revista en el cubículo próximo a su suero.
No fueron las enfermeras, no fue Blanca ni su novio–acompañante–marido–o–lo–que ya no me importara que fuera. Fue la señora del vestido de flores quien me chistó dos veces para que me acercara a hablar con ella de nuevo; la única que se dio cuenta. Agaché mi cuerpo hacia sus labios perfilados a conciencia en un tono frambuesa, que me dijeron: «No te rindas por esto, muchachote». Le tendí roto la bolsita de tul donde encerraba mi preciado regalo para Blanca y me sonrió. Lo acogió con delicadeza y lo leyó. La señora negó con la cabeza y me confesó que lo más probable era que ella no se pusiera bien, pero me aseguró que yo tenía una vida entera por delante con Blanca. Y la creí.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión