Valentina
José Manuel Palma Martínez
Miércoles, 10 de agosto 2022, 23:45
No, este no es un relato al uso para este verano. Ni siquiera yo estoy en la etapa estival de mi vida. Rondo el otoño ... tardío, y los años de la canícula vital pasaron hace tiempo. Y para mí es muy triste, no sólo decirlo en voz alta, sino escribirlo para que sea de dominio público, que se me ha muerto mi Valentina y me he quedado totalmente desolado, desamparado.
Yo siempre había sido un tipo con mucha iniciativa, emprendedor como se los llama hoy en día, de esos a los que les sobra el espacio para marcar el primer paso y el tiempo para comprometerse a todo. Nunca supe hacerlo de otra manera, aunque reconozco que, por momentos, he podido pecar de soberbia y de robar protagonismo y orgullo a quienes han tenido la desgracia de acompañar mi existencia a lo largo de los años. Quizás por todo ello, mi vida se ha caracterizado por estar siempre plena de energía, de vigor, aunque vacía de humanismo. Sí, ya sé que me dirán que energía y humanismo no tienen nada que ver entre sí y que no son contrarios. Pero mis recientes observaciones sobre cómo nos condiciona(n) la(s) realidad(es) imperantes en nuestro día a día, me hacen sospechar que no es tan disparatado pensar que ambos conceptos, energía y humanismo, acaben formando parte del próximo diccionario de sinónimos y antónimos. Pero tampoco he venido a hablar sobre mí ni de mis veleidades inconfesas. Si por algo me he convocado ante ustedes es para hacer homenaje al ser que lo dio todo por este que les escribe, y que con su partida ha arrastrado mi alma.
Nos conocimos hace poco más de dieciséis años cuando, aún desbordando esa energía a la que me refería antes, transitaba yo velozmente entre mi casa y mi despacho en la calle Salsipuedes (curioso, sí, ya lo sé), organizando mentalmente la agenda del día. La mirada que ella me lanzó fue demoledora. El flechazo fue inmediato, y en ese mismo instante cometí la debilidad de tomar la decisión de que mi hogar, aquel fortín que tan denodadamente yo había pertrechado contra todo tipo de invasiones, fuera compartido con Valentina.
Es más, gracias a mi arrolladora y dominadora actitud, nadie del género femenino tuvo el privilegio de profanar mi santuario, mi dormitorio. Todo el sexo que había tenido hasta entonces ocurrió extramuros a mi coqueto apartamento del barrio de la Libertad. Y no fue poco. Diría yo que disfruté en más de ocho o nueve decenas de lechos. Y eso sin contar los de hoteles, cámpings, o los improvisados a la luz de la luna en la playa, junto a un río, o a la salida de cualquier discoteca. Pero ella, desde el primer momento que llegó a casa, se plantó en el quicio de la puerta de mi templo sagrado, me imploró con su silenciosa mirada, y me desarmó. Vale, me rendí, asentí mostrando rasgos de esa flaqueza que siempre había intentado ocultar con mi forma de encarar la vida, y faltó tiempo para que ella se lanzara junto a mi lado en la espaciosa cama.
Cada día era Valentina la que primero se despertaba. Se acurrucaba silenciosamente junto a mí para darme los buenos días. Cuando yo abría los ojos, se levantaba como si tuviera un resorte y, sin emitir ningún sonido, me comunicaba sumisa que era hora de asearse y hacer sus primeras necesidades. Después, como una liturgia que se fue imponiendo suavemente, igual que el mar coloniza la orilla cuando sube la marea, esperaba que yo preparara el desayuno, se sentaba frente a mí en su taburete preferido, nunca quiso la silla, y los dos ingeríamos nuestra primera colación, sin dejar de mirarnos. Yo sabía que ella era amante de mi voz, que adoraba escucharme, pero tengo la certeza de que también oía mis sentimientos y presagiaba mis sueños.
Cuando yo salía a trabajar, ella quedaba al cuidado de la casa. Y al volver, no dejaba de componer un muestrario de alharacas transmitiendo así su alegría, y reforzando de esa manera el cautiverio al que me tenía sometido. Así, todos los días, hasta que cumplí la edad de mi jubilación y llegó el momento de no emplear más mi tiempo sino con ella. Viajamos a muchos sitios. Disfrutamos juntos. Nos fotografiamos delante de todos los monumentos que visitamos, ante los más espectaculares paisajes, junto a las personas más extravagantes. Pero no hemos expuesto ninguna de esas fotos por la casa. No nos hace falta. Ya nos miramos el uno a la otra en vivo, cada minuto, cada segundo, y eso es suficiente.
Hace dos días que vi a Valentina algo decaída. Mañana te llevo al especialista, le comenté. Ella no dijo nada. Mis palabras siempre eran órdenes para ella, y su actitud, mandamientos para mí. Cuando me desperté al siguiente día, Valentina no estaba en mi regazo. Me levanté sobresaltado, y sólo se me ocurrió ir a buscarla al dormitorio que había junto al nuestro, la misma estancia donde yo había instalado, desde el primer día que nos conocimos, un cojín muy cómodo y de enormes dimensiones, para que ella lo tuviera como su regio aposento, pero que nunca utilizó. Yacía exangüe y yo ni me había enterado. Había pasado allí, calladamente, como ella siempre había sido, los postreros momentos de su vida. En sus últimos alientos, Valentina, generosamente, como siempre se había comportado, me había devuelto mi cama, me había reconciliado con la soberanía de mi dormitorio.
Ahora sé que ella me observa desde su pequeña urna, en el estante en el que comparte espacio junto al libro 'La comunicación silenciosa de los perros'. Y todavía evoco su presencia. Y la recuerdo como siempre fue: callada, estática, observadora, moviendo incesantemente su imparable cola, expectante a mis palabras, atenta a mis silencios.
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