El último paseo
Pedro López Ávila
Miércoles, 13 de agosto 2025, 23:43
En la luz indefinible de la tarde se veía que todo había cambiado. Un silencio interminable se hacía explícito, temblaban mis ojos mirando la quietud ... de las acículas de los pinos y, al mirar el poniente, percibí que el horizonte se había roto. Mi acuciante deseo era desactivar de mi cabeza la sensación de que algo terrible estaba sucediendo. No sabía siquiera cómo en el silente caminar de aquel día había llegado tan lejos, hasta alcanzar la cima de la montaña y, casi sin percibirlo, de repente, me encontraba en la cumbre de un pinar, en donde el verde salpicaba todo el horizonte.
Sin saber cómo había llegado hasta aquel lugar y envuelto en el desconcierto, me alcanzó un impulso tan descontrolado como molesto que hurgaba por mi identidad y se desplazaba por mi memoria, pero cualquier intento de regresar al recuerdo me conducía al vacío. Profundamente inquieto, hinqué las rodillas en el suelo y me dispuse, alocadamente, a escarbar con las manos la tierra de una manera extraña, con la amarga sensación de que había que seguir viviendo, aunque no supiera con exactitud quién era yo y que no tendría más remedio que ir conmigo hasta que muriera.
Como quiera que comenzaba a anochecer, decidí recorrer varios kilómetros hacia abajo, de forma intuitiva y huidiza, sin rumbo, hasta alcanzar la luz amarillenta de las primeras farolas que había divisado desde la cumbre del monte. Al llegar al pueblo, comencé a deambular por calles que parecían querer engañarme o confundirme, porque no conducían a ninguna parte; mientras, la ansiedad se iba apoderando de mí, pues una y otra vez desandaba lo andado, bajaba, subía y volvía siempre al mismo sitio en la mayoría de las ocasiones, por lo que pensé quedarme allí acurrucado en cualquier esquina, abandonado a mi suerte.
La aciaga caminata, el agotamiento y la respiración aún jadeante hicieron que me recostara sobre una pared medio derruida en las afueras de un inhóspito lugar y, cuando estaba siendo devorado por el cansancio, de pronto, una mano rebosante de ternura se impuso sobre mi frente; era una mano femenina cuyo tacto concebía como algo propio, de tal suerte que me hizo levantar la mirada y mis ojos se inundaron de alegría al contemplar aquella figura, que había sustentado mi vida, rodeada de mucha gente que no sabía distinguir.
Por primera vez en mucho tiempo escuché decir mi nombre sin saber que vivía aún con él, y al escucharlo en los labios de la mujer que siempre me había acompañado, engendró en mi cabeza un trance entre lo verdadero y lo ilusorio, era un poco de aire fresco, una tregua ante la náusea de no reconocerme y de haber olvidado las palabras que necesitaba para recordar quién había sido; y aunque la desorientación se había apoderado definitivamente de mí, al menos dejó de aturdirme aquel estupor indomable al que somete la soledad.
Sin saber cómo, desperté en casa como si fuera una mañana cualquiera, pero esta vez subsistía postrado en la cama por los dolores de tanto esfuerzo como había realizado el día anterior. Sin embargo, aquella mujer permanecía a mi lado, como una salvación, sentada en una silla al borde de la cama con sus dedos entrelazados a los míos; al otro lado del lecho descubrí que en la habitación había un hombre que se mantenía de pie observándome con aire conspirador.
–¿Quién es? –dije.
–Es el médico, mi amor –contestó la mujer, con la respiración algo acelerada.
–¿Y qué hace aquí?
–¿No te acuerdas?
–No.
–Ayer saliste a dar tu paseo diario y te perdiste, te encontramos de madrugada.
–No recuerdo nada.
–Bueno, no te preocupes, ahora debes descansar.
El médico me provocaba una desagradable impresión, era un hombre sin edad y terriblemente corpulento y lo que menos deseaba es que se acercara a mí; sin embargo, en dos pasos se colocó frente a mi rostro. Con la ayuda de mi ser querido me colocaron en posición vertical, puso su dedo índice a la altura de la nariz y comenzó a moverlo de izquierda a derecha para que yo lo siguiera con la mirada. Inmediatamente después, con una linterna, que extrajo de un maletín, me apuntó a un ojo y a otro. Acto seguido, me invitó a seguir tumbado y, con el mismo aire ácido con el que había entrado, se marchó. Todo aquello me parecían paparruchadas que rasgaban aún más mi fragilidad.
Oí cerrar la puerta de entrada a la casa y, al momento, en un salto, aquella mujer ya estaba a mi lado anudando nuevamente sus dedos a los míos. Y, con suma ternura, comenzó a preguntarme:
–¿Cómo estás, amor?
–Bien, pero… Por un momento casi olvidé tu nombre.
–Bueno, no te preocupes, es normal, estás muy debilitado; lo importante es que ahora lo recuerdas, ¿verdad?
–Pues claro, María.
Un sentimiento contrariado y decepcionante le hacía preguntarse a aquella mujer cómo podría funcionar aquella cabeza para que su marido le hubiera cambiado su nombre por el de María. Y mientras se decía a sí misma «¿Quién diablos será María?», en aquel instante pensó que tan brutal agotamiento podría ser motivo suficiente como para no detenerse a elucubrar qué estaría viajando por aquel cerebro.
Desde aquel último paseo diario y hasta el día de hoy los ojos de aquel hombre fueron perdiendo de forma definitiva la expresión y un efecto devastador fue destruyendo el secreto blindaje de las leyes que gobiernan al alma; aquella casa se convirtió en una mezcla de manicomio y desolación y nada hubo que pudiera evitarlo; la cercanía de la desgracia, presentida en el último paseo, se hizo por siempre dolor, aunque aquella mujer, a la que le habían equivocado su nombre, siempre pensara que «donde hay Dios siempre hay espacio para la esperanza».
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