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Diego Reche Artero
Jueves, 24 de agosto 2023, 23:34
En tercero de EGB el libro de lengua era azul y desde entonces siempre fue azul la lengua; y por el mismo motivo siempre fueron ... rojas las matemáticas. Aquella mañana, en el libro azul leíamos el texto de un tal Baroja: «Soy un río pequeño, pero con gracia y con más fama que muchos ríos grandes». Y su curso se prolongaba en varios párrafos junto a una foto del Bidasoa pasando por un prado con vacas. Yo imaginaba su recorrido, el sonido del agua abundante, las praderas y los montes verdes, como el que sueña con paisajes lejanos y muy diferentes a las ramblas secas y a los cerros pelados de mi comarca. En los cursos anteriores nos había enseñado a leer nuestra maestra, tras sus gafas, y su paciencia nos regaló la magia de las palabras, la forma de descifrar con letras el mundo.
Empezaba tercero y mis ocho años. Aquel curso tendría tardes aburridas donde cantaríamos las tablas y dibujaríamos paisajes con nubes y cielos enormes, mientras escuchábamos a los pájaros y esperábamos a que llegasen las cinco para salir del aula. Bajaríamos las cuestas que nos llevaban al pueblo, al bocadillo de Nocilla y a las plazas en las que jugaríamos a la pelota, al tranco o al escondite hasta que llegase la noche y volviésemos al hogar.
Allí me esperaba la tarea, la mesa camilla, la luz del flexo y aquel silencio oscuro, con mi familia sentada alrededor. Mi hermano mayor que partía almendras o leía un TBO, mi madre y mi abuela que hacían ganchillo, y mi padre que, como en una rutina, secaba y enderezaba las fotografías que acababa de sacar del laboratorio. Luego, el telediario en mitad de la cena, los comentarios de todos, que atropellaban las noticias y el «¿Queréis callaros, que no me entero de 'na'?».
El curso anterior, en los recreos, mis amigos y yo nos acercábamos inquietos a las ventanas de tercero que daban a nuestro patio y, como en una película de terror, contemplábamos una clase vacía y al fondo una pizarra negra llena de problemas con multiplicaciones imposibles, que nos llenaban de miedo ante un futuro inminente: cuando fuésemos a tercero. Pero ya estábamos en tercero, ante un nuevo curso y ante la temida pizarra negra. Y también allí, por primera vez, nos sentiríamos grandes, porque no iríamos más al patio de los pequeños.
En la nueva aula mirábamos por la ventana esperando el paso de la mujer del carrito, siempre de negro y fatigada tras la cuesta, empujando aquel enorme artefacto de madera, tirado por dos ruedas y lleno de piruletas, caramelos, pipas, 'quicos' y tortas de manteca. Llevaba dos cursos oyendo a los mayores hablar de aquellas tortas recién hechas, rectangulares, con su azúcar quemada en los bordes, que olía a panadería. La llegada de la mujer del carrito era la señal de que se acercaba la hora del recreo. Había llegado el momento de dejar los bocadillos de mi madre, envueltos en papel de aluminio, y por fin podría acercarme hasta la esquina del patio grande a comprarme una torta de manteca. «Son diez pesetas», le había explicado en la cocina, antes de salir, y su respuesta: «Bueno, esto sólo hoy, pero no te arregostes».
Sonó el timbre del recreo y tomé el pasillo camino del patio grande, en dirección contraria al viejo recinto de los años anteriores, mientras con aire de superioridad me cruzaba con los pequeños. Llegué a la puerta del nuevo patio, enorme, y me encaminé a las pistas. Ante mí, una marabunta de voces y niños mayores corriendo tras el balón, sentados a la sombra del gimnasio u ocupando las gradas en una algarabía multicolor. De pronto era Gulliver en el país de los gigantes y me invadió una sensación de pequeñez, de desprotección en mitad de una jungla peligrosa.
Localicé a la mujer del carrito —como todos la llamaban— y me aproximé, con la mano metida en el bolsillo y agarrando con fuerza mis diez pesetas. Aquello era un caos, una multitud pidiendo cosas. A empujones llegué como pude, arrastrado por la corriente, ante aquella señora de negro, que estaba más pendiente de que nadie se llevase nada sin pagar que de mí, y pedí mi torta de manteca. Por suerte aún no se habían terminado. Me la dio y pronto comprobé que todos me miraban. Al salir de aquel barullo, a la torta ya le faltaba una esquina. Algún gracioso me la había quitado.
Ya iba a hincarle el diente cuando una voz me preguntó «¿Oye, me das un 'bocao'?». Y aunque le dije que no, al final fue que sí. Aquel desconocido me sacaba una cabeza y tres o cuatro años. Además, lo acompañaban una banda de 'hienas' que habían acabado con mi torta antes de que abriese la boca. Lo único que me quedó fue un poco de azúcar en los dedos y el dolor de sus risitas mientras se alejaban.
Pero eso a nadie se lo he contado hasta hoy. Hoy, que tengo doce años y el director me ha amenazado con llamar a mi madre si vuelvo a quitarle en el recreo a algún niño de tercero su torta de manteca.
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