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María del Mar Escribano Granero
Miércoles, 26 de julio 2023, 00:02
Las viejas y pesadas campanas tañían solemnes como de costumbre cuando las manecillas del reloj se postraron en las doce. Su sonido se entremezclaba con ... la brisa sofocante que se arrastraba con dificultad entre los limoneros, dejando a su paso un aire opresivo sobre mis hombros. Las gárgolas de la cara norte de la catedral asomaban su lengua mostrando así el estupor en sus caras fustigadas por el sol. El hielo se derretía en mi vaso con vano esfuerzo por mantenerse erguido. El calor ascendía por mis piernas hasta mis oídos, como si emanara directamente del núcleo terrestre ardiente. A lo lejos, el chirrido ensordecedor de las cigarras se confundía con el ruido de los automóviles que desesperadamente intentaban escapar de la ciudad hacia un destino más fresco en aquella mañana de domingo. En la mesa contigua, dos jóvenes turistas sofocadas se refrescaban la garganta mientras se preguntaban si no se habrían equivocado eligiendo los días de visita al sagrado monumento. Los somnolientos viejos sentados en los bancos circundantes aprovechaban inmóviles las sombras de los limoneros para no distraerse del alivio que la siguiente bocanada de aire les pudiese proporcionar. Uno de ellos sostenía una radio por la que se podía escuchar «… ya no estás más a mi lado, corazón …», otro escupía en el suelo como si se liberara de algo indeseado y otro se desahogaba soltando de vez en cuando resignados suspiros –¡A ver!, como introducción a la completa frase archiconocida en la ciudad. ¡A ver qué se le va a hacer! Frase resignación de aquel que le ha caído una tormenta en mitad de un descampado sin posibilidad de refugio y sólo le queda rezar para que el agua deje de empaparle los huesos. No era el caso. Junto a la entrada de la cafetería, un desaliñado vagabundo se encontraba sentado en un escalón, aparentemente ajeno a todo lo que ocurría a su alrededor. Sumido en la lectura de un libro, parecía estar absorto incluso ante las pequeñas monedas que algunas personas arrojaban a su sucio pañuelo. Su larga melena blanca, enredada en rastas, emergía por debajo de la harapienta camiseta, probablemente con la idea de que absorbiera el sudor que se deslizara por su espalda. Contigua a la cafetería, una tienda de souvenirs exhibía opacos los cristales del escaparate protegiendo así los recordatorios y evitando llevar a la hoguera al Santo Rostro y la Virgen de la Capilla. De todos los artículos exhibidos, no importaba la gracia, colorido, ni el caché de la casa artesana, había uno que era soberanamente reclamado por cualquier turista que pisara el establecimiento aquella mañana: el abanico, protagonista indiscutible del cual no hacía falta manual de instrucciones pues el propio instinto de supervivencia ya les alentaba al uso espontáneo.
–¿Está todo bien señora?, dijo el camarero. –¿Desea algo más? –No, gracias, la cuenta por favor, dije yo.
Me puse en pie y me alejé de la terraza, asegurándome de encontrar los bienhechores refugios de sombra que los edificios protectores podrían brindarme en mi camino de regreso a casa. Sin embargo, para mi desilusión, no encontré ni uno solo, El sol inclemente se cernía perpendicular sobre mí, amenazando con atraparme como una hormiga bajo un pie, mientras cruzaba a la acera de la diputación. Me lancé a caminar por la abrasadora calzada, luchando por respirar con mis pulmones dilatados cuando con sorpresa percibí cómo mis pesados pies, antes embotados, se volvían cada vez más ligeros, como si comenzara a flotar en el aire espeso. Pensé que tal vez estuviese alucinando por los efectos del sopor en mi mente. Seguí caminando, tres pasos más y ya no notaba mis piernas. Me importó poco, me sentía mejor. Siguiendo mi trayecto, de repente, esa ligereza se propagó desde mis piernas hacia todo mi cuerpo, volviéndome cada vez más liviana. Avancé en mis andares, ahora en un elegante y sutil movimiento, cuando de pronto experimenté una inesperada humedad, constatando con asombro que me estaba transformando en un estado acuoso.
Me invadió el vértigo. Un paso más y mi transformación continuaba. Al instante, dejaron de existir los pasos y los pies, convirtiéndome ya en un pequeño riachuelo de agua que descendía exasperado por el hirviente pavimento. Con estupefacción, presencié cómo gradualmente mi ser se evaporaba sin control hasta quedar reducido a una minúscula gota de sudor que se precipitaba desesperada por las escaleras de la plaza del Pósito. Intenté cruzar la calle, tratando de avanzar hacia ninguna parte, pero al posarme en el torrado empedrado de cemento, mi esencia serosa se evaporó transformando mi forma en un estado gaseoso que, con un soplido el justiciero calor se encargó de esfumar convirtiendo mi aliento en una sustancia etérea. En ese instante, experimenté una expansión hacia todas las dimensiones, la esencia misma de la naturaleza era ahora mi ser, una entidad sin límites ni fronteras, siendo ahora yo misma el aire, la tierra, el mar y el irreverente, inmisericorde y desafiante sol atorrante de verano.
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