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Nuria Rodríguez Arana
Domingo, 20 de agosto 2023, 00:25
Hoy me he despertado pronto en lo que yo interpreto que es la mañana, puesto que no hay ventana en mi habitación por la que ... pueda entrar el sol. Me levanto y veo que ya han dejado el desayuno y ropa limpia a través de una abertura que hay en la pared acolchada; me dirijo entonces hacia la ducha y me doy cuenta al pasar junto al espejo de que hay alguien más aparte de mí en el pequeño habitáculo. Suelto una carcajada y saludo a Tokh-o, mi único amigo.
Al salir de la ducha me está esperando sentado en el colchón, así que me pongo la ropa nueva, cojo mi desayuno y me siento junto a él. En silencio y con la mirada perdida en la pared que tengo enfrente, me pongo a pensar en lo curioso que resulta que todo lo que uno necesita para vivir pueda hallarse entre cuatro paredes (teniendo en cuenta que la ropa y la comida no me las tengo que conseguir yo). Tokh-o dice que con la gente de fuera pasa lo mismo, pero que les hacen creer que necesitan más para mantener a flote lo que él llama «sistema capitalista».
En ocasiones el mundo exterior me parece de lo más complicado y, aunque tengo nociones de haber formado parte de él en algún momento, lo único que sé ahora es lo que Tokh-o me cuenta: más allá de mi cubículo la gente paga por hacer o tener cosas que otros animales pueden obtener gratuitamente, y a eso lo llaman evolución; utilizan la ciencia para agonizar durante más tiempo que nadie, y a eso lo llaman calidad de vida; se autoimponen reglas absurdas, y a eso lo llaman civilización; y así un sinfín de cosas más…
Termino de comer y, al dejar la bandeja y la ropa usada en la abertura por la que vinieron, piso un par de papeles. Suelto otra carcajada y los recojo. Tokh-o sonríe también: hoy podremos hacer algunos dibujos. A veces me dejan folios junto con la comida y la ropa, y un lápiz si el que tengo ya ha dado de sí. Cierro los ojos y me concentro durante un par de instantes. Al abrirlos, ya no veo los muros que me contienen, ahora hay ante mí un lago, vegetación, pájaros que trinan, un cielo despejado y, a mis pies, carne. Jamás habría imaginado que se trataba de un ser humano si no hubiera visto que llevaba ropa; me parece entonces percibir que hay algunos más como ese desperdigados por el lago, debieron tener sin duda una muerte llamativa. Gradualmente el agua del lago se enturbia, las plantas de retuercen y se astillan, el cielo se oscurece y el trino apacible se convierte en el gorjeo avaricioso del que ve su hambre saciada. El repentino olor a podredumbre me golpea y un enjambre de moscas me nubla los ojos… Lejos de sentir desagrado, tanto Tokh-o como yo nos embriagamos de la autenticidad que desprende la que será nuestra próxima obra.
No hay nada que me llene más de vida que dar término a las escenas que Tokh-o y yo plasmamos en el papel cada día. Sin embargo, a veces me invaden el vacío y la insatisfacción: no se puede dibujar el olor a podrido o retratar el chillido intenso que emiten las aves. Para evitar acabar la sesión de dibujo con mal sabor de boca, le hago un retrato a Tokh-o y, durante el proceso, me pongo a pensar en lo curiosos que son los rasgos de mi amigo comparados con los míos: tiene los ojos y la boca mucho más grandes, y las facciones más marcadas que yo; asimismo, sus extremidades son bastante más largas que las mías; un conjunto pintoresco, en mi opinión.
Dejo las láminas en una esquina junto a todas las demás, todas representaciones de las cosas que veo o que pienso. Tokh-o dice que ganaría mucho dinero si las vendiera, y entonces todo el mundo me envidiaría, porque ser rico es a lo que todos aspiran, pero yo pienso: ¿qué sentido tiene ser más apetecible? Todo el mundo querría pillar bocado, y entonces me convertiría en ese trozo de carne desfigurada por la que pelean moscas y carroñeras.
Ya me han dejado la cena. Me apresuro a comer, pues sé que dentro de poco se apagarán las luces y no me quedará otra que dormir. No siempre duermo del tirón, a veces me quedo hablando con Tokh-o hasta tarde y me doy cuenta de lo aburrida que sería mi vida sin él. Nunca se va antes de haber cerrado yo los ojos, así nunca estoy en soledad…
Algo no va bien. Llevo muchos desayunos sin ver a Tokh-o. Llevo mucho sin ver nada que merezca la pena ver. El día a día es monótono y sin fin. De repente entra alguien, es gente de fuera: «Enhorabuena, vuelves a ser un individuo psicológicamente estable». Empaquetan mis pertenencias (que eran mis dibujos y mis lápices) y de golpe me veo en la calle.
Vuelvo a la que me dijeron que era mi casa y da comienzo mi vida en el mundo exterior. Todo es tal y como Tokh-o me dijo: horrible. Todos miran sin ver y te hablan sin escucharte. Recuerdo cosas de mi vida pasada: me metieron en aquel lugar por matar a un hombre; aunque cuando yo lo empujé estaba vivo, no es culpa mía que dejara de estarlo al caer hacia atrás. Caigo en la cuenta de que Tokh-o no me vio salir de aquel lugar y que quizás está esperándome en el habitáculo. Vuelvo pero no me dejan entrar.
Si quiero volver a ingresar tengo que matar a otra persona. Cojo un cuchillo de mi cocina y salgo de casa. Sigo a la primera persona que veo y la finiquito en cuanto se mete en un callejón. Entonces recuerdo algo que me llamó la atención de mi anterior víctima, la marca de la sudadera que llevaba: Tokh-o.
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