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Fernando Martínez López
Miércoles, 23 de agosto 2023, 23:54
Sancho Ros nunca había creído en sucesos paranormales. Para él no transcendían más allá de la categoría de las supercherías y los engaños malintencionados, un ... campo al que solo le daban solvencia las mentes ignorantes. Y, sin embargo, llegó el momento en que tuvo que cambiar de opinión, poco después de que se mudara de apartamento tras su divorcio.
La primera vez ni siquiera se percató de que algo extraordinario estaba aconteciendo, intoxicado por la separación de Gloria, su exesposa, tan traumática que un humo invisible lo asfixiaba manteniéndolo en un estado continuo de depresión: es lo que tiene seguir amando cuando a ti han dejado de quererte. Cariacontecido como de costumbre, se introdujo en el cuarto de baño, se compadeció del rostro marchito que lo miraba desde el espejo y abrió el grifo de su nuevo lavabo para refrescarse la cara. No pudo argumentar razón alguna, pero el caso fue que, conforme el agua era succionada por el sumidero, la depresión se desintegró como la oscuridad ante la luz y dejó de ser un Sísifo con su eterna carga sobre la espalda.
La segunda vez sucedió cuando su hermana le comunicó la muerte repentina de su padre, en su ciudad de origen. Aquello fue como un chaparrón inesperado que lo caló hasta hacer tiritar su corazón. No obstante y de forma portentosa, cuando entró en el cuarto de baño y utilizó el lavabo para asearse antes de iniciar el viaje, su tristeza fue arrastrada fuera del cuerpo, como si un barrendero la apartara de allí con su escoba. Fue una sensación extraña velar a su padre sin sentirse apenado, nunca lo habría creído.
Y cuando ya no le cupo duda fue la tercera vez, después de golpearse accidentalmente en la cabeza: el dolor desapareció de súbito cuando el sumidero se lo tragó mezclado con el agua del grifo. Luego hubo otras ocasiones pero, de forma indefectible, el mal que le aquejaba o aquello que pudiera hacerle daño era deglutido por aquel extraordinario agujero al que comenzó a contemplar con reverencia y casi idolatría, descubriendo poco a poco sus prodigiosas facultades, porque resultó que también funcionaba con otras personas. Lo supo el día que lo visitó en su apartamento un amigo y, tras una ligera discusión, este salió del cuarto de baño con una actitud cordial, pidiéndole encarecidamente perdón por haberle llevado la contraria.
Fue entonces cuando se le encendió una luminaria y lo planeó: tal vez el sumidero pudiera tragarse la animadversión que Gloria ahora sentía por él, y quizá así, quién sabía, pudiera contemplarlo de nuevo con aquellos ojos enamorados de antaño. Le costó convencerla, acostumbrado como estaba últimamente a que las palabras de ella fuesen disparos que herían los oídos, pero consiguió que accediera, un almuerzo en su apartamento para limar la acritud que a ninguno beneficiaba.
Qué hermosa le pareció cuando abrió la puerta, como siempre, provocándole a Sancho Ros un redoble cardíaco y el deseo arrebatador de aquello que una vez se saboreó y ahora está prohibido. Los besos en la cara fueron un leve roce, quitarle con galantería el abrigo y colocarlo en la percha, y luego Gloria inspeccionando el apartamento, es bonito, sí, decía con voz fría y distante, casi con urgencia por finalizar aquel encuentro, y era cierto que la tenía, mientras se retorcía nerviosamente el anillo, un anillo que ya no era el de matrimonio. Se preguntaba cómo demonios se había dejado convencer. Recordaba casi con náusea las súplicas y el llanto de Sancho cuando le anunció que lo abandonaba, cómo se arrastraba y humillaba, desvaneciéndose para siempre la última chispa de lo que alguna vez sintió por él. Ahora casi le apetecía verlo sufrir. Por el contrario, él no dejaba de contemplarla, de admirarla, tan inasequible, aunque confiaba en que eso cambiara en breves momentos, ahí estaba el cuarto de baño, el sumidero, el hacedor de milagros. Ni siquiera tuvo que sugerirle que lo utilizara, fue ella misma quien le preguntó si podía hacerlo, por supuesto, ahí lo tienes, y Gloria entrando, cerrando la puerta. Al cabo se escuchó el gorgorito de la orina, la catarata de la cisterna y el grifo, el anhelado grifo del lavabo donde se estaría lavando las manos, el que se estaría tragando los malos vientos que la empujaban contra él. Sancho aguardaba expectante, ¿con qué actitud saldría ella?, ¿serviría de algo su añagaza? Vamos, por favor, sal de una vez, quiero que nos redescubramos. Pero no salía, y él impaciente, escuchando el caudal del grifo abierto, Gloria, ¿estás bien?, tocando la puerta, abriéndola, y nadie allí, nadie allí, solo el guiño luminoso del anillo de su exesposa sobre el lavabo.
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