El sueño
pedro ocaña agrela
Viernes, 29 de julio 2022, 00:26
(Un frescor de manantial los envuelve, la sombra verde de la arboleda que deja pasar rayos de sol como flechas inocuas, la manta de ... césped vegetal que cubre los alrededores del arroyo límpido –una nutria, dice el padre, agua sin contaminar; allí está, en bañador, colosal–, la manta colocada sobre el suelo húmedo para evitar las hormigas, los recipientes que contienen la comida que ha preparado la madre, las bebidas sumergidas en la corriente fresca para que mantengan su temperatura. El niño tiene ocho años –o nueve, o diez–, y juguetea con un balón a la sombra de los álamos y de los castaños, esa bóveda que les protege y les cobija, mientras los padres descansan adormilados sobre la manta, jóvenes, ausente toda preocupación de sus mentes, en el mediodía dominical, ingrávido, atemporal.)
***
Una mosca. Abre un ojo y la conciencia le devuelve una vaharada candente, a pesar de la oscuridad. Su mente navega un momento, náufraga, hasta que ordena su pensamiento: el cobertizo ruinoso, el polvo dueño del espacio abigarrado, repleto de avíos o herramientas que no le dicen nada, o que no logra identificar, al menos, con su uso o su utilidad. Se incorpora a medias y vuelve la cabeza hacia la derecha, hacia el bulto que apenas se entrevé en la penumbra, su sangre hecha carne, diez primaveras (o veranos, u otoños, nunca entendió por qué tenían que ser primaveras, ahora que no existen las primaveras). Con parsimonia monacal se pone de pie y se acerca al dintel de la entrada tapada con una jarapa mugrienta, que aparta y que deja pasar una luz cegadora, como de una explosión atómica (al menos eso piensa, pero también que exagera, ahora que todo es exageración). Afuera, su vista analiza la vastedad llana y agostada que lo rodea, el polvo que viaja libre por el aire arrastrado por una brisa incandescente y seca, la casa blanca (que en su momento fue blanca, piensa, ahora de un color roto, deslucido) en la dirección de su mirada. El hombre que les dio cobijo, «Sí, podéis dormir en el cobertizo, está sucio, pero es fresco», ¿qué hace aquí, en este desierto árido? ¿De qué vive? «Tengo un pozo, le dijo. Vendo agua. ¿Qué tienes para darme a cambio? El refugio no os lo cobro, solidaridad necesaria, en estos tiempos». No tenía nada, no tenían nada. Algo de comida, viejos utensilios que cambiaban por lo que necesitaban, si es que encontraban alguien con quien hacer el trueque.
Recuerda ahora el sueño, porque era un sueño (o no, o lo vivió, o se lo implantaron, qué sabe). Todavía puede sentir el frescor del agua corriendo, la sombra vegetal, vivificadora, sus padres indolentes (porque eran sus padres, ¿o no?), el balón rodando por el suelo que parece la alfombra de césped de un estadio. Piensa en su hijo, que no ha visto ese esplendor en la hierba (¿dónde había leído esto? ¿O dónde lo había visto?). Piensa en cómo llegar a su destino. Ella no quiso venir, no sabe por qué, «no quiero dejar mi casa, mi ciudad, vete tú, con el niño». ¿Qué casa, qué ciudad, qué porvenir? Habían recorrido cuatrocientos, quinientos kilómetros, transportados por viejos vehículos con baterías solares: «Sí, os llevamos, ¿qué nos dais, a cambio?». Alguno los llevó gratis (quedan personas buenas, o quedan simplemente personas, las demás no lo son, ahora que todo es egoísmo). El hombre le dijo que suelen pasar a primera hora de la mañana, para aprovechar las horas en las que todavía se puede vivir al aire libre. «¿Cuánto nos queda?». El hombre les dice que poco, que están cerca, una hora, hora y media, máximo.
Por el horizonte gaseoso ve venir un coche blanco (mejor blanco, se dice, aliviado). Se dirige presuroso al cobertizo, despierta al niño y se colocan al borde de la carretera. El vehículo frena en el arcén, el ritual: «¿Qué me dais...? Os llevo hasta la entrada. Yo sigo hacia el norte». Se acomodan junto a otras dos personas, que los miran con desconfianza (esas miradas, ahora que todo es desconfianza). El viaje, efectivamente, es corto. Una hora. Sobre una loma, el conductor se detiene, se bajan, y descienden en dirección a la masa gris (y ocre, y blanca, pero de colores rotos), envueltos en una nube de polvo persistente y molesto. Por una amplia avenida se topan con varios rascacielos decrépitos, desolados. Siguen caminando, rodeados de silencio. Al fondo, destacando sobre el resto, unas torres inclinadas, enfrentadas, como dos animales que se retan, negras y plateadas, pero heridas, con huecos blancos o dorados entre sus cristales negros, como un damero asimétrico, de una magnificencia ya pasada. Se paran. No ven a nadie. «¿Papá, dónde estamos?». No puede contestarle. Lo que ve no estaba en sus recuerdos.
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