A sorbos
mónica domínguez lópez
Martes, 26 de julio 2022, 00:21
La lluvia había parado, pero aún resbalaban algunas gotas por el cristal delantero del coche. Había quitado la llave de contacto; parabrisas, luces e intermitente ... desconectados, pero permanecí sentada con el cinturón puesto, como hipnotizada por la parsimoniosa coreografía que tenía frente a mí. Además, me ensoñaba con el maravilloso olor que me acogería al salir del coche. La tranquila y apartada calle en la que estaba aparcada se encontraba franqueada por extensiones de césped, donde desordenadamente crecían coloridas plantas, tal vez en un intento de restarle gravedad al entorno. Había aparcado a unos metros de la entrada. Eso me daría la posibilidad de organizar un poco las ideas antes de entrar; así lo había planeado, pero ahora era consciente de que ese breve paseo no iba a ser suficiente, lo cual me provocaba esta especie de parálisis que me impedía bajar del coche.
–Oh, vamos –me reprendí–. Sabías a lo que venías. Tienes que saldar esta cuenta pendiente.
Quizás esta última expresión era algo peliculera; por otro lado, no desentonaba con aquel que viese a una persona adulta hablando consigo misma en el interior de un coche. Pero tendría que dejar para otra ocasión lo de trabajar este asuntillo de hablarme en voz alta, eran ya muchos años, no iba a solucionarlo precisamente ahora.
En cambio, decidí tomar unas inspiraciones profundas seguidas de prolongadas exhalaciones.
Calmar así mi inquietud antes de enfrentarme a él; cerré los ojos y me asaltó uno de los muchos momentos que habíamos compartido.
Habíamos asistido a un compromiso laboral que se había alargado y nos había amodorrado. Para animarnos, un pequeño grupo decidimos ir a tomar una copa. Ese rato también acabó alargándose entre anécdotas dispares, tintineos de hielos, risas e incluso conatos de baile. Durante aquellas horas, él no se había mostrado especialmente festivo. No le conocía entonces mucho, yo llevaba poco tiempo en la empresa y me relacionaba más con personas cercanas en edad. Aquella noche percibí que participaba poco en las conversaciones, claro que el ambiente no invitaba a ello, con ese despiadado volumen musical atronando desde cualquier rincón. Al pensar en la música de aquella noche, evoco otro momento donde sonaron canciones similares. Fue en la inauguración de la casa de un compañero, un evento veraniego para presumir de piscina. Y vuelve con nitidez su recuerdo, en una esquina de aquel enorme cuadrilátero rebosante de agua traslúcida, con los pies en remojo, rezumando calma con la que creaba un halo de sosiego a su alrededor. Eso ya había tenido oportunidad de comprobarlo. Un juicioso conversador y sensato oyente, alguien que ya volvía de algunas batallas cuando yo estaba empezando las mías. Con poco interés en las charlas banales, que actuaba como descuidado experto en aquellas en las que terciaba y convirtiéndose en analista discreto cuando no las controlaba.
Qué ingenuos somos al creer que controlamos nuestras vidas, como cuando rescatamos hechos aislados, en su momento insignificantes, y pasamos a darle todo el valor y la justificación para definir el presente. Sentada aún en el coche, pienso, como lo he hecho tantas otras veces, en si cuando me fijaba en él intuía la profunda, cabal y hermosa relación que íbamos a compartir. O, tal vez, nunca más hubiera rememorado tantos instantes como aquellos que atesoro, si esos hilos invisibles que guían nuestros destinos, no se hubieran enredado tan intensamente.
—Venga, baja del coche ya –vuelvo a amonestarme.
Para obedecerme, suelto al fin el cinturón y me inclino sobre el asiento de al lado para coger el bolso. Recojo la funda de las gafas que se han salido. Cuando las guardo, veo asomar el sobre. Y las fuerzas vuelven a fallarme.
Alzo la vista. El cristal apenas tiene gotas, arrastradas por el viento que ha comenzado a soplar, y, más allá, el cielo sigue con nubes de un gris emborronado que, sinceramente, no sé si vienen o van, si traen más lluvia o no.
Una afligida pareja pasa delante del coche. Apoyándose mutuamente, uno murmura palabras, el otro asiente. Despacio, los veo desplazándose en una burbuja de tristeza. A la espera de que el tiempo, avanzando sus agujas, la pueda lentamente desinflar.
Cuánto ha avanzado mi reloj vital desde que se acabó lo nuestro y cómo se me marcaron sus horas mientras duró.
—¿Crees que soy una persona callada?
—Bueno, quizás lo seas en esta época de tu vida.
—¿Época? ¿Como el medievo? –hacía su característico mohín, sin saber si a continuación habría una sonrisa (lo habitual), un sollozo (rara vez) o, inusualmente, enojo–. Creía que teníamos más que superada nuestra diferencia 'horaria'.
—Pensaba más bien en la Grecia Antigua, querido.
No sé si me ayuda recordar esas conversaciones, recordar lo de las horas. Fue en un viaje a Londres, visitando Greenwich. Mientras relatábamos a dos voces lo que recordábamos sobre Enrique VIII, nacido allí, nos colocamos donde, hipotéticamente, pasa el meridiano. Y estando cada uno a un lado del mismo, para aludir y eludir a partes iguales nuestra diferencia de edad, dijo que eso era todo lo que entre nosotros había de desfase.
En alguna de aquellas primeras conversaciones, se ocupó de justificar cuando aparentaba una inofensiva indiferencia por lo que le rodeaba.
—A veces siento que vengo de otras vidas, pero no pretendo alardear de ello. Así que me dedico a observarla. La vida. Observa y absorbe –y, en su mirada, podía adivinar esos otros mundos.
Aferrada al bolso, como un escalador a la cuerda que lo sujeta, una última ojeada al sobre que contiene la nota, agradecidamente manuscrita, que me hizo llegar su hermana pequeña: «No habían podido contactarme a tiempo… El amor con el que su hermano siempre me mencionaba… La felicidad que vivió conmigo… Por si quería despedirme, aunque de manera tristemente intempestiva…», y las señas donde ahora me encuentro.
Cómo no volver a conversar, fantasear su voz, cobijarme en su silencio.
—Cómo no contarte como absorbo la vida –voy preparando mi discurso, mientras traspaso las verjas del cementerio.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión