Los Serrano
JOSÉ ANTONIO MECA DÍAZ
Domingo, 7 de agosto 2022, 00:01
Los Serranos habían nacido y crecido hasta engordar como perinolas, en un cortijo de los Birlaques. Allí tenían todo lo que un hombre pueda necesitar ... y cuando buscaban compañía la encontraban en el Cáliz, donde su resistencia en los placeres del amor les había hecho famosos entre las pájaras del palomar.
Sin televisión, ni radio, ni periódicos, ni ningún otro accesorio inútil para un lugar en donde nunca llegó suministro eléctrico y el agua corriente transcurría barranco abajo. No es que no conocieran los adelantos de su tiempo, es más bien que su lugar temporal estaba situado en la edad del bronce. Con las hojas de un periódico podrían prender las lumbres de enebro de las mañanas, con los sonidos de la radio espantar los gorriones del sembrado, y a la tele seguramente no le encontrarían utilidad alguna. Sin embargo, la soga de pita era el remedio milagroso para cualquier eventualidad. Si se caía un tornillo del tractor lo amarraban con soga, si se descolgaba una puerta la amarraban con soga, si una ventana no cerraba la amarraban con soga. Y desde luego nunca hubo mejor cinturón que el hecho con una soga.
En la inmensidad del Birlaque Alto, que estaba inmerso en un período de decrepitud por la emigración de otros cortijeros que buscaban una vida con más ilusiones para sus hijos, cultivaban sus bancales.
En Birlaque no había agua corriente, y no eran necesarios los desagües, ni tampoco cañerías, ni mucho menos un váter.
Cuando a alguno de los siete Serranos les apretaban las necesidades más elementales del ser humano, que vienen a demostrar el principio de que todo lo que entra sale, descargaban el peso de sus tripas en la cuadra donde hacían noche cinco mulas y más de doscientas ovejas segureñas.
Por el tiempo en el que el Garbancero, vecino de los Serranos de toda la vida, recibió el primer aviso de la muerte, había trascendido que estando encamado en el Hospital de Santiago se había comido de un bocado un supositorio, pensando que se trataba de una pastilla. Fue la primera vez en su vida que tuvo conciencia de que, además de Optalidones, existían otro tipo de medicamentos. Una enfermera, que además era monja, vino a dejárselo envuelto en su papel protector, en una bandeja sobre la mesita pegada a la cama. La pringue aceitosa del supositorio aún se resbalaba en su boca desdentada cuando llegó de visita Antonio Vicente, como se sabe el mayor de los Serranos. En el Hospital, los enfermos perdían la cuenta de la poca vida que les quedaba entre olores que no dejaban adivinar con certeza si emanaban de la muerte, que allí vivía, o más bien de la salud, que de vez en cuando pasaba de visita.
Para sofocar la caminata antes de llegar al Hospital, Antonio Vicente había hecho un ligero alto en la taberna, donde unos cuantos vasillos y una concha de habas secas, le reconfortarían del mal trago de soportar los olores inmaculados del Hospital.
Pasada la calle de los hiladores, la barriga le quiso dar aviso de que algo no iba fino.
No hubo alivio alguno. Pudo comprobar que la volatilidad de los gases los hace ligeros y él necesitaba descargar al menos dos kilos de peso que lo oprimían. Cuando llegó a las puertas del centro sanitario, el color de la cara había empezado a cambiarle. Parecía más gordo y fatigado que nunca, hasta el punto de que un celador lo sentó en un carrito con ruedas para llevarlo directamente a la sala de urgencias.
Por vergüenza y porque el hilillo de voz que aún le quedaba se le había perdido junto a la retahíla de ventosidades sembradas en el camino, se dejó mimar hasta que el doctor comenzó a preguntarle por sus síntomas.
–A ver, buen hombre, y ¿a usted qué le pasa?
A lo que Antonio, con una solemnidad que muchos reyes hubieran querido para sí mismos, contestó:
–Me estoy cagando.
No pudo articular ni una palabra más. Parecía tener toda la fuerza de contención en la boca y no en el culo, y apretaba las mandíbulas como una fiera indómita. Antonio supo que si hablaba daría a luz allí mismo a su criatura.
Los cinco litros de sangre de su cuerpo se le habían concentrado en una cara recién salida del horno, así que nadie se planteó que pudiera ser una broma de mal gusto. Se limitaron a indicar donde se encontraba el servicio. El baño estaba revestido de azulejos blancos desde el suelo hasta el techo y el inodoro, con una preciosa tapadera de flores, se situaba frente al plato de ducha.
Antonio siguió su lógica y dejó la cazadora y la gorra encima de la repisa ovalada de flores que parecía tener agua en su interior y que estaba conectada por un tubo a un recipiente del que colgaba una cadenilla de eslabones de acero inoxidable, y esparció un largo chorro, las habas secas, el vino, el asado de conejo de monte con sus patatas, su pimienta, su romero, el pan, el arroz con leche y dos manzanas, sobre el plato de ducha. Se vació. Defecó con placer, hasta que, tras una salva de cañonazos, el trueno final dio por concluida la faena de dos orejas y rabo.
Cuando acabó, se sorprendió del efecto fuelle de su tripa y se preguntó, en un lugar de ciencia como aquel, cuán elástico podía ser el buche.
Antonio jamás hubiese comprendido que el inodoro sirviera para algo más que para poner encima aquello que le estorbara: la gorra, la pelliza y el cinturón. Por contra, le llamó la atención el otro cacharro pese a su buena apariencia y su cortinilla de plástico seguramente para evitar olores.
Pasados unos días, haciendo uso de su cuadra, le dijo a su padre:
–Aquí no te salpicas, pero en el Hospital te pones los zapatos hechos una mierda.
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