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Inés Montes García
Martes, 18 de julio 2023, 00:03
Debes saber que comprendí el gesto decidido del abuelo al arrojar por la borda del Ítaca aquel montón de cartas hechas hatillo. Esto era para ... él un vínculo irrompible con España, que acabó desgarrando mientras el puerto de Bilbao se hacía cada vez más pequeño, casi minúsculo, frente a cientos de rostros ya destinados a la añoranza de una patria sin rumbo fijo tras la guerra. Tu falda, mamá, parecía proveerme de la seguridad necesaria para apartar los ojos, la boca y la nariz hundida en la tela plisada y observar las cuartillas escritas en tinta china desvanecerse entre el vaivén aún en calma por la novedad de la mañana. El mar siempre se mantiene impasible a todo. Quería preguntarte cómo seguía siendo igual de azul y brillante cuando en aquellos momentos nadie imaginaba hallar un resquicio de tranquilidad entre tanta devastación y sufrimiento. Preferí callar y soñar con lo que nos esperaba al otro lado del Atlántico.
¿Creía que Nueva York se presentaría iluminada por carteles luminiscentes anunciando sus grandes espectáculos? Ingenuidad infantil a mis siete años. La niebla se cernía sobre la isla de Manhattan como una gran capa blanca intraspasable por el aún somnoliento brillo de nuestras miradas. En el muelle, ramos de flores y brazos abiertos nos recibieron al igual que al resto. No cambiaría por nada en el mundo la expresión de alivio y felicidad de la tía Isabel cuando me tomó en sus brazos y, recolocándome el lazo sobre el pelo, apretó sus labios a mi mejilla y me susurró la bienvenida. Y tú, madre, sin soltar mi mano, llorabas en silencio. Tus lágrimas me parecieron a las diminutas gotas que decoraban los pétalos rojos del ramo de rosas frescas donde la abuela escondía la cara. Esta sería nuestra vida ahora, ¿verdad? Bienvenidas y despedidas en el muelle con promesas de retornos.
La tía Isabel trabajaba en el departamento de Literatura Hispánica en la Universidad de Columbia, junto a un gran grueso de profesores españoles exiliados como nosotros. Pero esto lo entiendo ahora cuando observo entre mis manos la fotografía en la que ella, vestida de verano y labios rojos, sonríe junto a Ramón J. Sender durante una lectura. Fuimos a vivir al campo, los abuelos no podían vivir desarraigados de la tierra. Por eso pasábamos los veranos en el campo, ¿verdad, mamá? Sí, ahora lo sé. Pero esta casa no se parecía a aquella entre cerezos y enredaderas de jazmín. ¿Dónde estaba el carril de entrada por el que vi cómo se llevaban a papá? No estaba durmiendo la siesta, mamá. Los barrotes del balcón no me impidieron presenciarlo. El saltar de gravillas y chinas tras el paso de los neumáticos no ocurría en el asfaltado de nuestro hogar en Nueva Jersey.
—Abuela, ¡yo no puedo traducir lo que dicen en la radio! Aún no los entiendo.
—Aún no lo entiendes, pero lo entenderás, eres una niña lista y tienes buen oído.
—Abuela, ¿por qué no hay piano en la casa?
Y la abuela callaba. Yo no conocía los recovecos de su corazón, donde no hacía tanto reinaba la risa cuando ahora eran los congojos los que quedaban atrapados en su garganta. Yo la oía llorar cada noche.
Fue en Estados Unidos donde descubrí tu creatividad con casitas de muñecas pintadas de azul o diminutos vestiditos de encajes para los recién nacidos del barrio. Tus manos, a diferencia de las de papá, parecían no sufrir por pinchazos de alfileres o astillas de madera, al fin al cabo papá era músico. No tuviste que preocuparte más por mí, todo llegó y pasó. El inglés se convirtió en mi segunda lengua, transformé mi castellano y hablaba sin suavidad andaluza sino como tosca salmantina. Dibujaba teclas blancas y negras sobre la mesa del pupitre, y tú todo lo sabías pero jamás me impediste retomar los pasos de papá en la carrera musical. Con dieciocho años, regresé a España. Otra vez los pañuelos agitándose junto al muelle, pero esta vez no resaltaba tu cabeza en la cubierta.
Ahora bien, jamás te conté lo que el abuelo me dijo antes de fallecer, los dientes apretados y las manos entrelazadas sobre el pecho que ascendía y descendía en un lento ritmo mientras arrugaba entre sus dedos la foto de papá. Tantos años sin pronunciar el nombre de su hijo salvo para rezar por su alma, tantos años desde que desapareció hacia el carril de entrada llevado por dos hombres. Madre, uno de ellos lo reconoció el abuelo al instante. La cicatriz que cruzaba su mejilla derecha, la boina calada hasta las orejas. Cómo no recordar cada surco de su piel arrugada cuando él y papá habían crecido juntos, celebrando una inmensa amistad, hasta que papá marchó a Madrid. Tienes que verlo, madre. Papá guardaba su foto en el cajón de la mesilla de noche. Esa misma foto, esa misma cara de ojos clavados en el suelo cuando agarró a papá del brazo. La misma cara que se hundió en el mar frente a Bilbao, junto a decenas de cartas, recuerdos y proyectos inocentes entre dos amigos.
Mi tierra me recibió ajena al galope incesante del corazón, mi sangre me retumbaba en la cabeza y pensé en la tierra que pudo regar la sangre de papá. No recordaba la cara de los españoles. Era como llevar el peso de un país entero sobre el entrecejo fruncido y los andares apesadumbrados en masa sobre las aceras. Pasé miedo, cada rostro de aquel que conocía se me parecía por un instante al amigo de papá, que si por primera vez lo sujetó para enseñarle a montar en bicicleta, después lo empujó hacia la cuneta. Convivir con el miedo se hizo incluso soportable hasta ahora, mamá, mientras escribo la carta que dejaré sobre tu lápida al finalizar la tarde. Te prometo que estarás con papá tan pronto como empiece a escarbar la tierra con manos y uñas, tan pronto como el temor deje de ser reinante.
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