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Lucía Gimeno Barea
Martes, 18 de julio 2023, 23:58
Siempre había sido pastor, sentencia que repetía su esposa una y otra vez, como imperativa inamovible de lo que realmente ocurrió. Mientras, él, con media ... sonrisa, afirma que lo dejó a los quince años.
Pero, rebobinemos en el tiempo. ¿Quién?
La historia de Francisco es como la de todo aquel pobre feliz, porque pobre sí, pero infeliz no, nacido en aquellos años de hambruna, en un país devastado entre huérfanos, viudas y amenazas. Los recuerdos de Francisco no son fáciles de comprender, en varias ocasiones me ha descrito aquellas tremendas palizas por ser demasiado ingenioso en un lugar en el que te valía más eso que el ser noble, y, aun así, nunca había fallado a sus principios. Por muy olvidados que quedasen dichos recuerdos para Francisco en lo inmediato, más de una vez ha mencionado aquellos golpes propiciados por el patrón, a pesar de que estos desaparecían de su mente conforme se iban desvaneciendo las marcas de correa de su cuerpo.
A veces somos más felices olvidando.
Los seis hermanos, la cueva donde nació, el arte de la escritura recién aprendido en la mili para mandarle cartas a ella, los meses en Francia trabajando con aquellos papeles reglamentarios que, por más necesidad que olvido, en una ocasión no llevó… El especial sabor a mandarina, manjar de Navidad, y el plato fuerte, la oleada de emociones y paisajes desdibujados por el tiempo que Josefa no olvida.
Josefa es una mujer fuerte y perspicaz. Su audacia y saber van más allá del privilegio de ir a la escuela, recuerda a menudo el único libro que pudo comprarle su abuela tras el cobro del retiro obrero, 'Yo soy español'. Y qué sabría ella de lo que iba, si nunca aprendió a leer.
Me suele contar cuántos meses estuvieron sobreviviendo a base de arenques para poder pagar la boda y la casa. Francisco, llegados a este punto, siempre la interrumpe, pues su amor–odio hacia los arenques es tan profundo que pocos lo comprenden, y es que su primer jornal no era otra cosa que un puñado de estos pececillos al día. Con cansancio y resignación, entre juncos y arenques, nuestro pobre feliz elaboró un collar para el macho cabrío, mostrando, a su temprana edad, maduros afanes de rebeldía. De las consecuencias de su pequeña gran rebelión no hace falta dar detalles, aunque podemos imaginar como acabó.
Para ellos, los arenques traen consigo recuerdos dulces y sensaciones amargas, emociones contrariadas que refleja la mirada de Josefa, ese infinito océano de recuerdos (porque mar se queda corto) que hace que no olvide quién es, ni de dónde viene.
Me recuerda cómo conoció a Francisco y la gran altura de la que éste presumía para enamorarla de manera inminente. Se lamenta de lo tonta que fue por no bailar más y correr demasiado entre señoras, calles y tareas. Pero siempre, eso sí, me recuerda que, de lo poco que tenía, lo único que le queda es Francisco, y de lo mucho que tiene ahora, lo único que le vale de verdad, también es él.
Y es que olvida, olvida quizá qué hizo ayer, si la fuiste a ver, qué día es y si ya ha comido. Y comienzan las manías: que cierres la puerta y que Francisco dónde está.
Pero recuerda, te cuenta con pelos y señales su luna de miel, que, más que de miel, podríamos llamarla luna de arenques, y Francisco lo entendería. Te cuenta quién vivía en esa casa abandonada en la esquina más remota de su pueblo, qué tipo de flor nacía de cada semilla y en cada rincón, y todas aquellas canciones cómplices de bailes furtivos y momentos clandestinos, melodías olvidadas por los archivos históricos y los mayores estudiosos de canciones populares, perpetuadas en el tiempo a base de buenas conciencias como la de Josefa.
Y se olvida, se puede olvidar de lo que te acaba de contar, de que acaba de comer y de que ya ha preguntado por Francisco, y la noción del tiempo parece tan desafortunada que no ha visto a su marido en todo el día.
Y pregunta: «¿Todavía no es domingo?».
Pero recuerda, sabe perfectamente qué fue de aquélla que vino a verla antes de ayer, te enumera el nombre de su marido, sus hijos, sus padres y sus primos. Te cuenta los miles de chascarrillos que se narraban alrededor de su gran olla de migas, junto con las manías de cada uno de sus ocho hermanos.
Y se queja, se queja porque dios no le ha dado más hijos, con lo beata que ha sido ella siempre, y agradece que el mismo dios le regaló a su pequeña, que la baña, la peina y la cuida.
Pero, sin previo aviso, la golpea el hastiado devenir del presente: «¿Dónde está Francisco? ¿No es domingo aún? ¿La puerta está cerrada?».
Y así, como si los demás días fuesen un tránsito estéril, como si el reloj fuese un cacharro inútil y como si los horarios no cupiesen en su inventario, llegan sus pequeñas vacaciones: los churros con chocolate, la voz de sus nietas, los ladridos del perro, su yerno haciendo arroz y su hija haciéndole caso.
Y piensa en voz alta: «Ojalá todos los días fueran domingo».
Pero su condenada desmemoria, delegada de las confusiones e intrusa de las conversaciones, entra triunfante como castigo eterno, preguntando a cada rato: «¿Quién?». Y piensas que no le va a ser fácil contestar a la respuesta. Sin embargo, contra todo pronóstico, le resulta lo más sencillo del mundo, pues recuerda la sensación que le produce quien sea que te atrevas a mencionar.
Quizá, los recuerdos habitan en los surcos de la risa, las arrugas de los malos ratos y las cicatrices del querer. Quizá, las emociones no tienen cabida en algo tan frágil como la mente y el olvido no tiene nada que hacer con lo que habita en uno.
¿Será cierto que la desmemoria de lo inmediato no puede vencer ante los recuerdos de la piel?
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