Raíz
Manuela Cámara Peragón
Martes, 23 de agosto 2022, 00:15
Heredé de mi madre tres cosas visibles, el pelo rojo, una dentadura perfecta y la mano verde. Y conservo también algunos de sus reflejos, como ... la dispersión, el gusto por el misterio y su capacidad para meterse en problemas. Gracias a esto último, estoy aquí. Hace seis meses redujeron la plantilla de la sucursal bancaria donde trabajo. Nos dieron dos opciones, firmar la movilidad geográfica o un cheque de compensación que no me llegaba ni para cruzar medio frío del invierno. En una semana me encontraba ante un amanecer helado, con el auto cargado de maletas, a la entrada de este pueblo de cuatrocientos habitantes. En mitad del desierto. Recibiendo las llaves como directora. Con unas gafas de sol puestas, procurando que no se me vieran los ojos hinchados de llorar.
Todos muy acogedores. Para las tres de la tarde, cuando cerré la oficina, ya tenía alquilada una casa con un enorme jardín trasero desértico, por un módico precio con opción a compra. Conozco a todos por mi trabajo, aquí la gente es autárquica, hermética y austera. Solo una tienda, un bar, un colegio unitario, un consultorio donde el médico visita dos veces por semana.
La ociosidad en las interminables tardes de sol y el aburrimiento me llevaron a planificar cómo robarle el trozo de mi jardín al desierto. Pedí gran variedad de semillas. Cuando me las trajo el mensajero y me vieron sembrarlas (porque aquí vive arraigada una forma de visión preternatural y no hace falta que salgas de casa para que ellos sepan), se dedicaron a ofrecerme consejos.
–Doña Marta –sugirió un lugareño de manera indulgente al día siguiente en la oficina– esta tierra no es para lechugas, ni tomates, esto no es regadío.
Y el que continuaba en la cola me refería:
–Doña Marta, mejor plante usted habas en primavera y mazorcas de maíz, es lo único que el terreno permite.
Ellos ignoraban mi herencia. En un mes, las tomateras se pusieron tan altas como yo, sujetas a la pared por alambre común y un par de puntas mal clavadas. Los pimenteros rompían su flor con el asomo de pequeños frutos verdes. La manzanilla, formando un gran círculo, me permitía recolectar algunos ramos, atarlos y ponerlos invertidos para conservar. Ni la abuela ni mi madre fueron sinceras. Esa mano verde de familia era mucho más. Cuanto sembraba, regaba, cuidaba, toda planta que pasara por mi tacto arraigaba hasta en el desierto y crecía con rapidez. Sembré a lo largo del muro derecho rosales amarillos. Frente a ellos, una hilera de acacias y, paralelas a estas, hortalizas de subsistencia.
Pedí al carpintero que viniera a tomar medidas para la estructura de un toldo en la entrada del patio. Cuando contempló la huerta se sorprendió.
–¿Con qué los riega para estar tan altos y frondosos? En mi almunia solo asoman matas raquíticas.
Al día siguiente regalé al carpintero y vecinos hortalizas y distintos envases con mis simientes para plantar, pero ninguno lo hizo.
Una tarde, vi hierbas extrañas en el jardín. Sospeché que no serían benéficas y empecé a arrancarlas. Las junté en dos cubos, hice un fuego lejos de la casa y las arrojé. Ese mismo día, la gente del pueblo comenzó a ponerse enferma. Disentería, encefalitis, alucinaciones fueron apareciendo esa semana. El médico dictaminó intoxicación alimentaria. Tras descartar el agua, concluyó que el mal provenía de las huertas.
Todo el mundo se afanó en arrancar las hierbas desconocidas apenas hacían su aparición, para no perder la cosecha de temporada. Los más jóvenes ayudaban a las personas mayores y caían exhaustos en sus camas por la noche. Era una tarea sin fin.
En dos semanas aprendimos a distinguir cada hierba venenosa, las que afloraban en rama y las que brotaban formando un grueso tronco que cortábamos con hacha. Pero la gente continuaba sin recuperarse. Eran pocas las casas donde no había nadie afectado.
Yo también estaba agotada, no terminaba de arrancar unas hierbas nocivas cuando asomaban las siguientes. El alcalde, ante el acobardamiento general, mandó reunirnos en la plaza, nos informó que quedaba prohibido emplear cualquier alimento de las vegas. A requerimiento del doctor se analizaron muestras de los productos consumidos por los enfermos y el resultado fue, como predijo, trazos de hierbas tóxicas. Estas habían alcanzado las raíces de cuanto crecía en ese suelo.
Entonces comprendí que mis manos potenciaban incluso el desarrollo de todos los venenos.
–Asúmelo, Marta –me dije consolándome–, en tu jardín surgen también esas plantas insólitas, advenedizas, pero del resto no eres responsable.
La gente continuaba agravándose, aunque no consumieran sus alimentos. Cortados los árboles, los usaban para encender las chimeneas y, al arder, desprendían la misma malignidad que guardaban dentro. El alcalde repartió sacos de sal para esparcirlos en los sembrados. Abrí el que me dieron. Lo desbalagué sobre el suelo con tanto esmero trabajado.
—Admítelo, Marta —me dije en voz alta—. No vibras con la tierra, no soportas esta inepcia de vida, hasta el aire caliente te escoria la piel. Este no es tu sitio. De nada sirve sentirte culpable.
Esperé a que la sal hiciera su efecto. Al tercer día mis plantas amanecieron reemplazadas por un enorme patio de rastrojos. Llamé a mi jefe y le pedí el cheque de indemnización para irme del pueblo cuanto antes.
Allí nunca crecería nada. No por la cantidad de sol, sino porque el veneno encubierto impide que otra forma germine. Lo mismo que en los seres humanos determinadas actitudes hacen que otras sean inviables. No es la carencia, es refugiarse en la indolencia como una herramienta de costumbre, es la inexistencia de interés en mejorar.
He cerrado la puerta. No volveré a este lugar. Buscaré a conciencia mi sitio y empezaré de cero. He comprendido. Jamás me acomodaré a ver pasar la vida sin hacer nada, sin aprender, sin crecer, sin expandirme. Hoy sé que la herencia más grande que recibí de mi abuela y de mi madre, no fue la mano verde, sino el tesón por superarme, la cultura del esfuerzo.
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