Mi primera noche en el parque
Relato de verano ·
ANTONIO LÓPEZ VALLEJO
Viernes, 16 de agosto 2019, 10:54
El escurridizo y templado sol de enero calienta las últimas hojas secas, que crujen bajo mis pies y esconden la miseria de las aceras de ... este barrio de extramuros, desgastadas y sucias por el tiempo y el abandono.
Con mi resaca diaria a cuestas cruzo el parque donde, lo primero que me encuentro, es un grupo de abuelillos apretándose en un mismo banco, al que llegaron persiguiendo el sol, que se cuela entre las ramas desnudas de los árboles, y que calma sus artrosis y anima sus conversaciones sobre glorias pasadas. Unos metros más allá, sus trenzudas cuidadoras bolivianas charlan entre ellas, recordando hazañas de juventud vividas en la tierra de la que salieron soñando con un futuro mejor.
Me cruzo con varios parados de mediana edad, solitarios, con los dedos manchados de nicotina y la tez amarilla de la desesperanza, que agachan la cabeza sentados en los bancos de piedra que, al atardecer, empezarán a ocuparse por los perennes habitantes del parque, quienes a esta hora, abandonado todo atisbo de dignidad, están procurándose unas monedas en las salidas de los supermercados y las puertas de las iglesias.
Más adelante, junto a los columpios desconchados, dos pequeños gemelos rubios juegan a comer tierra, mientras la madre, sentada a pocos metros, atiende las cibernéticas llamadas de atención de un teléfono móvil que se ha apoderado de sus ojos y que, probablemente, sea el causante del tic nervioso que aprecio en su pómulo izquierdo.
Contrastando con la escasez de niños me encuentro con el escandaloso auge canino, para el que han creado una zona de juegos, junto a la que unos greñudos, tatuados y rebeldes jóvenes fuman sustancias prohibidas y debaten sobre política, sobre igualdad y sobre la mejor receta para los macarrones.
Salgo del parque sin poder evitar fijarme en una joven romaní, aviejada por las circunstancias de una vida desarraigada e incierta, que se afana en llenar varias garrafas con agua de la fuente pública.
Huyo de la amalgama del parque, adonde volveré después, y donde no me parece verme reflejado, como no lo hago en ningún otro sitio.
Busco un lugar agradable donde tomar algo, algo de alcohol, que temple mi ánimo y apacigüe mis ganas, mis ganas de novedad, de encuentros, de conversación, mis ganas de más.
Atraído por la sonrisa y el generoso escote de la muchacha que atiende la barra, entro en un bar donde no conozco a nadie y, tras pedir un trago y ver como la joven camarera se esconde de todos hundiendo su atención en un teléfono móvil, escondo yo mi soledad, usando para ello las hojas del periódico, donde los titulares repiten las mismas noticias de la semana pasada y la ausencia de ofertas de trabajo es suplida por anuncios inmobiliarios que tratan de llamar la atención con ofertas engañosas.
Al segundo trago se me acaba el periódico y no me queda más remedio que mirar a mi alrededor, donde encuentro una realidad desmoralizadora: el mundo de los otros es tan solitario como el mío; los teléfonos de los presentes han tomado el control de sus dueños, de sus mentes, de sus capacidades, de sus posibilidades y de sus almas, convirtiéndolos en esclavos de una realidad virtual, inventada y manipulable, donde no hay espacio para la conversación ni para las relaciones humanas.
Siento que podría hacer lo que quisiera, lo más disparatado que se me ocurriera, sin conseguir la atención de ninguno de los parroquianos, y es por eso mismo que no hago nada, más que no dejar que mi vaso se mantenga vacío por mucho tiempo.
Tras el quinto trago salgo del local, alejándome del escote de la camarera, tan de nadie, y de las soledades ajenas, tan de todos.
De vuelta al parque escojo un banco apartado y abrigado por altos jardines que esquivan el frío y las miradas. Ya no me queda nada por hacer en este día que aún va por su mitad. La noche va a ser fría, pues el viento de la tarde viene ya, gélido, filtrándose por las costuras de mi ropa. Tenía que haber traído algo más de abrigo. Mañana iré a por la maleta que me guarda la señora Virtudes, mi vecina hasta esta mañana, en que he tenido que abandonar el piso donde he vivido los últimos años y que mi maltrecha economía se ha visto incapaz de mantener.
Suspiro y me obligo a no pensar demasiado; sobre todo a no recordar, pues las imágenes de tiempos felices resultan fatales en la soledad del banco de piedra que debería ser el último escalón de bajada al sótano del olvido y el abandono. Pero no, aún me quedan más escalones por bajar: tendré que aprender a abrir la mano a la limosna y a la vergüenza, y seguramente, más abajo, habrá más peldaños de los que ahora no tengo conocimiento y que iré descubriendo mientras bajo.
Mis nuevos vecinos empiezan a llegar, cargando maletas viejas, bolsas de plástico repletas de Dios sabe qué y carritos de la compra abultados por enseres inservibles. Con las caras amoratadas por el frío y el alcohol, van tomando posesión de sus bancos de piedra, sin prestarme mucha atención, pues es mi primer día en el parque y aún no me parezco a ellos. Después de observarlos un rato les pierdo el miedo, pues aparte de algunas voces desvariadas y etílicas y alguna fingida discusión, que es más un lenguaje que una pelea, no veo en ellos nada de terrorífico, y me pregunto cómo serán sus sueños en el parque, qué imágenes les traerá la madrugada , qué recuerdos, qué visiones.
Rebuscando en mis bolsillos encuentro, guardado como un tesoro, unas pocas monedas y mis dos últimos billetes, con los que cruzo la calle hasta una pequeña tienda desvelada, donde compro un poco de alcohol para acallar el pensamiento y atraer un sueño precoz y pesado que se lleve de un solo trago mi primera noche en el parque.
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