El olor de la almadraba
Relato de verano ·
José Antonio Rodríguez Hódar
Sábado, 17 de agosto 2019, 10:12
Son ya las cinco de la tarde en una casa vieja, pequeña, y con tantas humedades en las paredes como lágrimas en los ojos de ... los que allí habitan. Sobre una pretérita cama de colchón de espuma descansa un deteriorado cuerpo femenino por donde un día, no muy lejano, pasó la vida. Junto a ella, almas sin cuerpo buscan el invierno en una primavera donde ya florecen los primeros dolores otoñales… La maldita muerte se acerca otra vez al hogar de los Rivera.
En la oscura habitación de paredes verdes y agrietadas, la madre de unos hijos reunidos, hace sus últimos esfuerzos por llevar aire a sus pulmones, pero estos ya han dejado de funcionar.
– Juan… Juan – repite una y otra vez, de forma casi ininteligible, mientras jóvenes, y no tan jóvenes, esperan en la penumbra sin atreverse a penetrar en el haz de luz que les haga presentes, y, de paso, presente su terrible dolor.
Alguna mano se posa en un hombro cercano, y aprieta sus dedos, sin querer, sin ser consciente de estar haciéndolo, y quien lo recibe calla su dolor, y comparte el miedo que transmiten esas falanges fraternales.
Entre esas paredes lloran padres, madres, hermanos, hijos, primos, sobrinos… Sólo los nietos, ajenos a todo, como dicta su edad, ríen fuera, en el patio, jugando con una vieja pelota del Cádiz.
– Tranquilos – dice el doctor, recogiendo sus cosas, señal inequívoca de que ya no puede hacer más por ella – tranquilos, ya no está sufriendo
– ¿Que no está sufriendo? – piensa enojado Juan, el mayor de todos los hijos – la pobre mama lleva sufriendo treinta y dos años.
Es precisamente Juan, su Juanillo, el que se deshace de la mano sudorosa de su esposa, y se acerca hasta su madre.
Todos le miran acercarse, y todos observan el emocionado temblor de sus manos. Tanta emoción hace que escape alguna lágrima contenida hasta entonces por una presa incapaz de soportar tanta marejada de tristeza.
Ante la perpleja mirada de los demás Juan desabrocha los primeros botones de su camisa, y acerca el pecho desnudo a la cara de su mamá.
Nadie entiende lo que está haciendo. Ni siquiera su atónita esposa, y mucho menos sus dos hijos, que le miran como el que mira a un loco. Pero él se siente bien por fin al saber que acaba de saldar una deuda pendiente desde hace muchos años.
– Gracias – dice la madre esbozando una mueca a la que se podría llamar sonrisa. Y sus ojos se cierran para siempre.
Para mayor zozobra Juan recibe un nuevo latigazo al presenciar con los ojos del alma cómo su madre, la persona más importante de su vida, ya no está… ¡Nunca más!
Todos lloran. Hay algún grito, y Juan retrocede en el recuerdo treinta y dos años atrás, cuando su padre desapareció en «la mar» y ella se quedó sola con treinta y pocos años, y otros doce repartidos en tres cabecitas rubias, y una morena y con coletas.
Dos de esas cabezas ya están sin pelo. Las coletas de Palmira, por suerte, persisten.
Ese día fue el día más importante en la vida de Juan, precisamente el día en el que él mismo dejó de sentirse aquel Juanillo para convertirse en el hombre que aún es.
Mar – el nombre de su madre dejó de gustarle desde ese día en el que su homónimo hizo desaparecer a papá – estuvo toda la tarde delante de la ventana, observando el cielo. Pero no lloró.
Durante el día fue una mujer llena de vida, de amplias sonrisas pero sin aspavientos. Jamás le oyeron una carcajada que el solemne luto no le permitió, pero tampoco privó a sus hijos de que las dibujaran por todas las paredes de la casa.
Por las noches, en cambio, ese torrente de vida y amor no era sino un espíritu errante, un fantasma en vida, un pájaro enjaulado que no dejaba de mojar sus alas con sus propias lágrimas.
Y así fue su vida, sin que nadie la conociera, ocultando su dolor para que sus hijos no fueran contagiados, hasta que Juanillo cumplió los catorce años, y empezó a trabajar en el barquito del tío Peque desde la mañana hasta casi entrada la noche.
Siempre que regresaba de la mar su madre lo estaba esperando, vestida de negro, con la comida preparada sobre la mesa, y con signos de llanto en sus mejillas.
Y siempre el mismo ritual. Ella misma le quitaba la camisa, le abrazaba el torso desnudo, y le olía varias veces, embriagándose de un olor que a ella le hacía sentir bien, y a él, extrañamente, también. Juan no lo entendía, pero nunca fue capaz de decir nada.
Fue precisamente después de casarse, y marcharse de aquella casa, cinco años después de la primera vez, cuando se atrevió a preguntar a su madre por el significado de dicho ritual. Y si se lo preguntó fue porque lo echaba de menos…
– Siempre que llegabas a casa olías a él – le dijo su madre, con las manos sobre sus rodillas, y dibujando una bonita sonrisa en su cara ¡Qué guapa era su madre!
– Olías como él, a mar y sudor… olías a tu padre. ¿Sabes…? Le echo tanto de menos…
Juan vuelve a la habitación, y quiere llorar como los demás, pero no puede.
- ¡Yo nunca he olido a nada, mamá» – le dice, oliéndose por entre la camisa antes de cerrar los botones y salir de la habitación visiblemente enfadado con el todopoderoso… Es entonces cuando, por fin, se atreve a llorar.
Juan se aleja gritando una y otra vez lo mismo: «Nunca he olido a nada, nunca»
Su esposa le mira alejarse de la habitación mientras piensa en lo equivocado que está… Aún no ha pasado una noche, desde que está con él, en que no se eche sobre su pecho, aspire ese aroma de salitre, y se sienta segura.
Ese olor… El olor de la maldita almadraba…
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