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Miguel Ángel Rivas Hernández
Martes, 29 de agosto 2023, 01:01
Otoño de 1682. En la corte madrileña de los Austrias, ubicada entonces en su Real Alcázar, el monarca Carlos II de Habsburgo preside el Consejo de Italia que, una vez por semana, suele tratar asuntos referentes a los territorios sometidos a la corona española en Italia, ahora en régimen polisinodial, como antes lo había estado respecto a la corona de Aragón, de la que formaba parte. El ambiente es ceremonial y protocolario, donde cada reino está representado colegiadamente, dos consejeros por Nápoles, otros dos por Milán, dos por Sicilia y por Cerdeña otros dos. Se espera con interés el memorial que el Doctor Bartholome Ibáñez Cordente ha elevado a Su Majestad, a través del Consejo, dando cuenta de su gestión en materia de Hacienda, pero que va más allá de lo que cabría deducir de un previsible caso de malversación o prevaricación. Se trataría, más bien, de un posible abuso de poder institucional seguido de alegato.
Este inquisidor, natural de Huéneja, había llegado a Palermo acompañando al Virrey conde de Santisteban, a petición suya, para actuar como Ministro del tribunal, en sustitución del Presidente Don Diego Yopulos, visitador en la isla y recientemente fallecido. Tiene nuestro protagonista entonces cincuenta y tres años.
El documento, cuya copia manuscrita, acompañando a los Autos, exhibe con cierta ponderación el Secretario Don Ysidro de Angulo y Velasco, reproduce las distintas actuaciones que durante dos largos meses ha llevado a cabo Don Bartholome Cordente en la presidencia del tribunal palermitano. El lenguaje, aunque adolece de un carácter jurídico sometido a la autoridad Real, posee sin embargo cierta moderación y comedimiento donde va a cuestionar algunos elementos supuestamente probatorios. Pretenderá dejar patente ante el Monarca una investigación en la que él mismo ha puesto todo su énfasis en la indagación de la verdad, en base a los instrumentos utilizados, como los testimonios de parte, las pruebas presentadas e interrogatorios necesarios, que constituyen las diligencias acreditativas. No se trata de un lenguaje laudatorio más allá del respeto al principio de Autoridad real, que él acata, pues en su nombre ejerce tales actuaciones, alegando en su favor el apoyo justificado del virrey.
El asunto parte de la adquisición de la Baronía de Cianciana, en Palermo, por parte del Presidente Yopulos en detrimento de la familia de Don Gerónimo Ficarra. Este se había visto obligado a vender su patrimonio y títulos a dicho Visitador, viéndose abocado a la miseria y pobreza más absolutas. Con dos hijos mayores, el primogénito fallecerá de 'melancolía', dice Cordente, y Doña Vitoria, a quien dotará por amor de Dios el príncipe de Petraperi con el fin de casarla con don Antonio Sterlino. Otra hija, Doña Ana Ficarra, de treinta y seis años, casada con Don Juan de la Dulceta, tiene tres hijas y en tal estado de pobreza se hallan todos, que su sustento depende de limosnas secretas. Apostilla el Inquisidor cómo esta última, no solo no oye misa y mueren todos de hambre, sino que no pueden dejarse ver de nadie sin que «salgan al rostro los colores de la honestidad».
A través del texto conocemos hechos y costumbres del reino siciliano bajo presencia española. El más llamativo alude a cómo una mujer, proveniente de familia caída en desgracia y afectado su linaje, ve dificultada la supervivencia ante la imposibilidad de asistir a un acto religioso bajo el argumento de encontrarse sometida a cualquier impertinencia o acoso vecinal.
Manifestará, además, el juez en su exposición, cómo el recién adquirido título de Barón será transmitido por Yopulos a su hijo mayor, a quien facilita la obtención como merced real de un ducado en el territorio, que «él mismo fabricará» y al que denominará 'San Antonino', a devoción del santo, que ahora posee su primogénito el Maestro Racional del Real Patrimonio.
Es pues, utilizando un lenguaje explícito, dotado de jurisprudencia y respeto debido a tan alta institución sometida a la Autoridad Real, donde el juez Cordente viene a solicitar les sean restituidos sus derechos patrimoniales a la familia perjudicada. Esto pone de manifiesto, por una parte, el abuso de un funcionario que dice representar a la corona, y por otra, al propio soberano, quien ha otorgado título de nobleza sin la oportuna comprobación o idoneidad. Es, desde luego, una actuación inquisitorial, generadora de posible controversia en los círculos políticos cortesanos, por cuanto nos movemos, según se desprende del contexto y lectura entre líneas del documento, en un ambiente enrarecido que se vive en la isla entre algunos sectores sociales como la pequeña nobleza, artesanado, ciertos clérigos y oficios varios, que venían conspirando hacía ya tiempo para tratar de derribar la influencia española en Sicilia, en un vano intento de instaurar una República al modo veneciano. Conspiración que pretenderá incluso asesinar al virrey, en 1696. Será descubierta y ajusticiados sus responsables, entre ellos, cierto pintor local.
Desconocemos la reacción y resultado del Memorial, donde Cordente se ha jugado, incluso, su prestigio profesional y político, además de evidenciar las verdaderas razones que explican su llegada a Sicilia presidiendo un tribunal al amparo de Santisteban.
Su rúbrica literal, que adjunto, muestra recia personalidad, de firme carácter y sólida formación jurídica, que nos ayuda a comprender cómo el monarca recompensará sus desvelos en defensa de los intereses de la corona –y, por tanto, del absolutismo monárquico imperante–, aunque respetando el espíritu crítico de Cordente, opuesto al arribismo y corruptelas presentes en algunos sectores cortesanos. Será la suya actuación difícil, al pretender una política equilibrada respecto el sector social autóctono siciliano y los cuestionados intereses de la monarquía española en la isla.
Poco después de estos hechos, le fue ofrecido, en vano, un obispado de nueva creación, Puzzoli. Sí aceptará, en cambio, el de Juez de la Monarquia, siendo nombrado después abad en monasterio próximo a Palermo, donde fallecerá en 1688.
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