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Ignacio Martínez Buenaga
Sábado, 22 de julio 2023, 23:42
Hacía mucho viento, tanto que la sombrilla voló como un obús directamente contra su cabeza. La punta le golpeó con rotunda violencia entre ceja y ... ceja, y cayó de la hamaca fulminado. Qué absurdo. Allí en medio del jardín de la casa, en una apacible tarde de domingo. El mar, justo enfrente, rizado blanco y azul, seguía su vaivén, fluido, vacilante, indiferente.
Cuando ella lo vio allí repantigado, en una posición inverosímil, no entendía qué es lo que había pasado, primero creyó que se habría caído de la tumbona, aunque su postura era demasiado extravagante. Sólo después, cuando ya comprobó que no se movía ni respondía a sus voces ni a sus gritos, comprendió lo que pasaba, que su marido estaba muerto. Pero no acababa de aceptarlo y no sabía qué resultaba más incongruente, si que hubiera perecido, así de pronto, o la forma tan estúpida de morirse, porque vio la sombrilla y el mástil en la frente y la herida sangrante y solo tuvo que ir atando cabos. Y fue como si de repente el mundo se parara y se pasara en un soplo del blanco al negro, del ser al no ser, de estar a no estar. Todo era inconcebible. La vida era breve y estaba claro que podía apagarse en un instante, como si fuera un interruptor, pero tampoco iba ella ahora a ponerse a meditar sobre la muerte, demasiado absurda era ya la situación.
Se derrumbó a su lado, y siguió mirándolo, a su marido (a su marido muerto), un tiempo indefinido, sin reaccionar, sin saber qué hacer, hasta que, de pronto, recapacitó en un absurdo aún mayor, porque aquel hombre, aquel cadáver ya inerte sobre el césped, padecía desde hacía meses un cáncer terminal. Era ya un hombre sentenciado y, mira por dónde, se había despedido antes de tiempo por culpa de un parasol asesino. Aquel maridito que había muerto tan a lo tonto, resulta que se iba a morir de todas formas. Mejor, pensó entonces la mujer, de forma espontánea y natural. Sí, mucho mejor, porque así no tendría que padecer una agonía interminable, ni que atiborrarse de morfinas, ni medicinas infinitas, ni de humillarse, humillarse sí, en una cama de hospital, consumiéndose con los días, arrugándose poco a poco como una uva pasa. Mejor caer así, como un quijote de chalet. Y ella lo mismo, le dio un poco de apuro pensarlo, pero enseguida recompuso el ánimo y sí, también era mucho mejor para ella porque así evitaba un largo padecer interminable de atención desinteresada como una enfermera a tiempo completo. Un ir y venir continuo, un estar a lo que venga, un infinito de obligaciones y tareas. Una vida de mierda. Y pensó, ya puestos, que no era justo, que él, vale, se estaba muriendo y vivía los años de la basura, pero ella estaba en plena forma y no quería desperdiciar los suyos. Plenitud o muerte era lo natural, y ella quería disfrutar de lo que le quedara. Y todo eso lo estaba pensando con su esposo difunto allí a su lado, caliente todavía.
Lo miró de nuevo y entonces repensó que a lo mejor no estaba siendo justa. Que aquello era también una muestra de amor, que se lo debía, que al fin y al cabo el que se moría era él, y caviló, resignada, que el padecimiento mayor era el de aquel pobre hombre moribundo, y en fin, que estaba siendo egoísta. Pero entonces se puso trascendente y empezó a reflexionar sobre el amor. Acababa de deducir que su vida últimamente también era «una muestra de amor». ¿Amor?, se preguntó, pero ¿qué era el amor?: alegría, dedujo, y pasión y deseo y arrebato y ganas de reír, y de pensarlo hasta se le resbaló una sonrisilla por la comisura de los labios, a pesar de la situación tan estrambótica en la que se encontraba. Y volvió a darle un poco de sonrojo porque allí seguía su pareja tan muerta y la verdad es que no era momento de sonrisas, pero es que pensar en el amor le produjo nostalgia de su recuerdo hermoso. Entonces volvió a fijarse en el cadáver que seguía a su lado y notó el querer carcomido, el pasado anhelado, el tiempo perdido. Y fue más allá entre tanto pensamiento y rememoró tanto sentimiento derrochado los últimos meses, y se preguntó si aquello también era amor: la condescendencia, el sacrificio, el afecto, la ayuda, la asistencia abnegada y continua, la complacencia mutua, la piedad… ¿Y era amor? Y fue entonces, más calmada, y después de tanto meditar y sobre todo de verse allí en medio del jardín con un fiambre a los pies, cuando volvió a escurrirle otra sonrisa culpable, porque comprendió por fin que se había vuelto viuda, y aunque no quisiera reconocerlo se sintió libre. Libre por fin, ella y la vida por delante. El muerto al hoyo y el vivo al bollo, recordó, y, al pensarlo, ni siquiera se avergonzó esta vez.
Se levantó del suelo y se alejó unos pasos de su marido, de su marido muerto por el impacto certero de una sombrilla volante.
Se encendió un cigarrillo y se quedó mirando indefinidamente el mar. Era una tarde apacible de domingo. Y el mar, justo enfrente, rizado blanco y azul, seguía con su eterno vaivén, fluido, vacilante, indiferente.
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