Mosquito
Diego Caba García
Jueves, 25 de agosto 2022, 00:47
–¡Coooooooño!, ¿qué ha sido esto? –balbució Mosquito con la lengua semipegada al paladar, la tripa precipitadamente flácida y el tórax adosado a la cancela ... a distancia insufrible de la punta de las alas, asoladas en medio de una mancha sanguinolenta veteada de blanco o, si se quiere, blanca entreverada de púrpura.
–¿Y ahora, qué hago yo?
Poco podía hacer Mosquito en esa postura indigna que aún no había recibido nombre de ningún anatomista ni entendido en gimnasia deportiva. Pero, aun así, mientras intentaba con pundonor liberar al menos una de sus seis patas, repasó a velocidad de vértigo, con las facultades mentales que, afortunada o desafortunadamente, habían quedado intactas tras la sorpresiva catástrofe venida desde Oriente, la agenda de aquel día apenas iniciado.
En concreto había previsto que, después de asimilar, posado plácidamente sobre la bombilla de costumbre, la copiosa mezcolanza de humores de todos los grupos sanguíneos con que se empancinaría tras el crepúsculo, acompañaría a Mosquitina a la catequesis de Primera Libación en la Iglesia Mosquievangélica de las Últimas Ronchas, llevaría a continuación a Mosquitín al entrenamiento de huida en zigzag de manotazos o espráis diversos, recordaría a Mosquita que debía ser ella quien recogiera a Mosquitina –no en vano habían quedado al anochecer en que él se encargaría de la compra de plaquetas y linfocitos suplementarios– y no olvidaría que a Mosquitín sí que tenía que dejarlo él en casa, antes de acudir por fin al taller intensivo de adherencia a techos y emisión de zumbidos desconcertantes.
Angustiado por la sobrecargada programación y por la premura de la hora, pensó en Mosquitina, quien ya estaría esperándole aleteando en círculo, e hizo un ímprobo esfuerzo por redimir de la insospechada desgracia alguna pata más, hazaña que no impidió que la preciosa hija se sintiera defraudada por la informalidad del padre, quien lamentaba que la naturaleza le hubiera dotado de tanta extremidad necesitada ahora de rescate.
–¡Tú puedes, Mosquito! –se animaba, al tiempo que intentaba desjuntar con las agujas las dos patas anteriores que, desembarazadas, le permitirían más tarde hacer fuerzas contra la elástica superficie para separar de ella el tórax y quizás más partes del maltrecho cuerpo.
Y, mientras se afanaba en lograr la proeza, recordó a algunas de las víctimas de su última noche vampírica: una señora gorda que, a punto de absorberle con potente ronquido, casi consigue inconscientemente restituir a su organismo la sangre extraída segundos antes por Mosquito; un empleado del Hospital de enfermedades tropicales, quien, además de ser aguijoneado, fue incapaz de descubrirle saciándose en las suculentas probetas contaminadas de fiebre amarilla, dengue y malaria; y, a dos manzanas de allí, un enjuto individuo cuyos miembros superiores, si bien sarmentosos, peludos y extrañamente manchados de múltiples colores, descansaban a lo largo del colchón con el suficiente atractivo como para dedicarles los catorce últimos picotazos de la noche.
–Ahora Mosquitín tendrá la misma idea que Mosquitina de su padre. Pensarán que soy un crápula, que he empleado mi jornada laboral en pinchar a borrachos que puedan trasvasarme el alcohol de sus venas, que duermo ahora la mona en alguna ciénaga putrefacta, olvidado de mis obligaciones familiares… –se lamentó, poniendo en tanto a salvo casi todo el cuerpo, a excepción de las alas y de las patas centrales, que, habiendo sufrido con mayor crudeza el embate atroz que le había trastocado los planes, se le antojaban mucho más difíciles de soltar.
Y, mientras frotaba hasta la extenuación con los miembros liberados los todavía cautivos, dedicó ahora su recuerdo a la Mosquita del alma, su compañera de sensual probóscide desde la remota fase de pupa, la incansable dispensadora, ya casados, de glóbulos y plasmas frescos en todas las dependencias de la charca, la olvidada de sí misma, la última en succionar, la única en no procurarse algún mamífero, siquiera pequeñito, con el que picotear entre horas –pues siempre lo cedía a los hijos o al marido– y que, quizás, si lograba salir de esta, pudiera ahora reprocharle con toda justicia su tardanza.
–¡Maldita sea la hora en que se me ocurrió aterrizar en esta puerta! ¡¿Quién me mandaría a mí?! –exclamó a voz en grito Mosquito, con la trompa descuajaringada y a un tris de retomar el vuelo con las casi ya recuperadas alas.
Y, luchando contra el delgado vínculo que aún le retenía al hierro, se le ocurrió pensar que pudiera ser que su familia fuera condescendiente con él en lo tocante al incumplimiento de las sangrientas obligaciones cotidianas, pero que quizás no le perdonarían, ni él tampoco se perdonaría a sí mismo, haber pasado por alto anhelos mucho más profundos.
–¿Por qué no conversé con Mosquitina acerca de la necesidad de cultivar la fortaleza ante los reveses de la vida, cuando aquel mosquitucho zancudo le destrozó el corazón? ¿Por qué di largas a Mosquitín cuando me pidió acompañarle a contemplar el horizonte desde lo alto de la copa del sauce que crece en la ribera de la charca? ¿Cuántas extracciones hemáticas han transcurrido desde que no le digo a Mosquita que la amo con todo mi díptero ser y que, si volviera a eclosionar mi huevo y a pasar por el estado de larva, querría otra vez compartir con ella venas y capilares sin cuento?
Y, agrupando en las membranosas y zumbadoras alas las escasas energías que las fatigas recién finalizadas no habían consumido, y disponiéndose a despegar, entre sollozos muy sentidos, para enlazar cuanto antes su trompa con las de sus seres queridos, le llegó de repente de Occidente el brochazo rematador que habría de estamparlo para siempre en la cancela. Solo unas milésimas de segundo antes reparó en la muñeca sarmentosa, peluda, manchada de colores y plagada de picaduras, y tuvo aún tiempo de conformarse con la satisfacción de haber –esta vez también– cumplido con sus deberes más prosaicos, inoculando en el pintor la picazón, la enfermedad y puede que hasta la muerte, aunque Mosquito falleció –¡qué lástima!– sin el gozo de haber vivido una existencia mosquiterilmente auténtica.
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