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Dori Delgado García
Martes, 8 de agosto 2023, 23:05
El monedero de domingo de mi abuela era negro, ovalado como la piedra gastada de un río y ligeramente acolchado. Sin más adornos ni entresijos. ... No solo era así el de mi abuela, era el de casi todas las abuelas. A los nietos nos gustaba jugar con el cierre hasta suavizar el mecanismo. Un mecanismo, sencillo y complejo al mismo tiempo, que ella abría con agilidad y con la prisa de una mujer con mil quehaceres. Para nosotros, en cambio, eran dos bolitas metálicas entrecruzadas que nos ofrecían bastante dificultad para poder escrutar el interior. También rastreábamos los bordes y a veces intentábamos meter el dedo si había alguna mínima apertura hecha con el uso. Con estas fechorías a menudo nos ganábamos alguna regañina. Si estropearlo estaba mal, extraviarlo era un pecado mayor que nos conducía casi directos a algún coscorrón.
Cuando conseguíamos abrirlo, ante nosotros aparecía la sencillez. La sencillez eran dos apartados recubiertos por una tela granate. Y en esa sencillez cabía su mundo y nuestro mundo. No había móviles ni tarjetas ni fotografías ni 'tickets' ni 'post-it'. La sencillez era una llave grande, un pañuelo y algunas monedas deslustradas. Un pañuelo blanco con olor a jabón casero, a mujer mayor, a mesita de noche. El de mi abuela olía a misa de domingo, a letanía y a reclinatorio. Vi que el de otras mujeres también encerraba suspiros, preocupaciones, enfermedades o lutos. Bajo el brillo del plástico a veces se guardaban los escasos ahorros para el último imprevisto, para el viaje a la capital, para aliviar penas y más penas. Excepto cuando llegaban las fiestas. Entonces, de allí, de más allá del fondo, salían alegrías para todos los nietos. Alegrías en forma de cinco o de diez duros para gastar en baratijas, en petardos o en piruletas. Alegrías llenas de sencillez, pero alegrías eternas. El monedero de la abuela era viejo, quizá extraño, quizá feo, un objeto de otra época, pero a los niños nos encantaba tanto como nuestra abuela.
Ahora, muchos años después, lo coge entre sus manos huesudas y temblorosas. Lo mira con extrañeza, como si tuviera que hacer un esfuerzo para adivinar su utilidad. Unos días lo llena con lápices o con las galletas del desayuno, hasta que le cuesta cerrarlo. Y se ríe. Se ríe desde otro sitio lejano, desde las travesuras infantiles, desde su boca desdentada. Y aplaude. Y canta: «Ahora que vamos despacio, vamos a contar mentiras, tralará, vamos a contar mentiras, tralará…». Algunos días vamos al colegio, al mío, al suyo, al que casi no pudo ir. Y ensayamos palabras nuevas y cuentas de multiplicar endemoniadas. Pero lo que más le gusta es llenarlo de fichas de colores. Llenarlo, vaciarlo, ordenarlas por colores, mezclarlas, desordenarlas, tirarlas al suelo, mirarlas con atención o asombro, volverlo a llenar, vaciarlo nuevamente. Cuando lo abre, sus ojos curiosos buscan un tesoro en su interior como si se tratara la cueva de Alí Babá. Al ver tanto colorido se le llena la mirada de fuegos artificiales. Unos días las llama pesetas, otros son reales o perras gordas. A veces son céntimos, a veces son miles. De la pobreza pasa a la riqueza y vuelve con la misma velocidad. Con ellas compramos comida, ropa y hasta regalos. Pañuelos para el cuello, ovillos de lana, zarcillos dorados, colonia con olor a madera de oriente o sabrosos bizcochos de nuestra confitería favorita. Con ellas retamos a la bancarrota del tiempo. Con ellas, abuela y nieta jugamos a saborear los minutos eternos. Con ellas pagamos el insondable y fugaz misterio de la vida.
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