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Lo que la marea esconde
Relatos de verano

Lo que la marea esconde

Mercedes García Esteo

Domingo, 30 de julio 2023, 23:55

Las gaviotas descubrieron aquella mañana de junio un cadáver prendido en la orilla de la playa. Y mientras aquellas errantes aves graznaban sin parar, todos los vecinos contemplábamos horrorizados lo que quedaba de D. Manuel, el bibliotecario.

Se lo había tragado el mar para vomitarlo horas más tarde. La policía acordonó la zona, tras la llegada del médico para certificar la defunción, y procedió a expulsarnos disuadiendo a medio pueblo a que abandonáramos la escena.

Fue entonces cuando todos nos acordamos de la Juani, la mujer del bibliotecario. Con toda posibilidad acudiría tambaleándose ante la inercia de su desgracia. Mas no fue así como ocurrió. Mientras compartíamos nuestras cuitas en el paseo marítimo, impactados de que hubiera ocurrido algo tan desagradable en aquel tranquilo pueblo del sur, nos enteramos de que tampoco aparecía la mujer del bibliotecario. Más tarde supimos que se encontró una carta primorosamente cerrada, colocada sobre la mesa del salón de su casa, en la que ambos le daban un último adiós a su familia y amigos, sin estridencias ni barroquismo, sin una coma de más. Un dolor inenarrable dignificó aún más aquellas insignes palabras cuando conocimos que se habían despedido de todos nosotros y, a duras penas, comenzamos a rememorar los pocos momentos en que habíamos tenido ocasión de empatizar con aquel matrimonio.

Don Alfredo, el farmacéutico, tenía información privilegiada por haber mantenido contacto con las víctimas los días previos a la tragedia, jurando y perjurando acerca del porte normal y tranquilo de la pareja, por lo que se deducía que aquella situación no podía haber sido premeditada. La mayoría de los vecinos fuimos apareciendo por su farmacia una vez decretado luto oficial, durante los siguientes días, para conseguir sacudirnos un poco el impacto que nos había zarandeado y robado nuestro sosiego habitual, haciendo las mismas preguntas una y otra vez al farmacéutico que, solícito, nos atendía mientras iban menguando los medicamentos en las estanterías de su local.

Parecía que en la madrugada del fatídico día, Manuel y Juani se habrían adentrado juntos en el mar camino de la muerte, cuando todos dormíamos sin sospechar el desenlace. Una enfermedad incurable de ella por la que le daban tan solo unas cuantas semanas de vida habría sido el detonante de la tragedia. El matrimonio se habría sentido incapaz de afrontar el infortunio, cambiando las tornas de su suerte. No sabíamos de quién podía haber sido la idea. El perfil de Don Manuel, atiborrado de autores del romanticismo, era el de un hombre soñador, circunspecto, pero a la vez educado y culto. Era, sin lugar a dudas, un buen bibliotecario. Ella, la Juani, honesta y prudente, era una mujer llamativa que no pasaba desapercibida, aunque por su carácter tranquilo y casero se había granjeado la simpatía de las vecinas.

Mas es verdad que alternar, lo que se dice alternar, no lo hacían con ninguno de nosotros. Nadie lo había pensado antes, tan ocupados como andábamos en aquella época, porque hasta a nuestro escondido pueblo habían llegado la democracia y, por ende, la vida moderna.

–Una pena. Ha sido una auténtica desgracia –terciaba Doña Virtudes en el corrillo de la pescadería.

–¿Cómo es posible que se llegue a tal punto de desorden mental? –añadió Doña Paquita–. Una mujer tan cabal, tan hecha a sí misma, una mujer que seguro había sufrido tanto en la vida –y al mencionar la última frase dejó en suspensión el cuchillo con el que iba a perforar el vientre del besugo como si fuera la primera vez que utilizaba aquel utensilio.

–Pues a mí me parece súper romántico —interrumpió Blanca, la joven recién casada, hija de la Puri, que había vuelto hacía pocos meses a vivir al pueblo con estrenado marido.

Todas la miramos al unísono. La chica mantenía la mirada altiva, impertérrita, entre las bandejas de sardinas y rodaballos, sintiéndose por fin centro de atención.

–¿En qué lugar del mundo se encuentra a un hombre así? –prosiguió–. ¿Acaso existe alguien que quiera tanto a su pareja que llegue a morir por ella? Creo que acabamos de asistir a un espectáculo único en su género.

–¡Pero, chiquilla! ¿Qué estás diciendo? A la muerte hay que plantarle cara —dijo alzando la voz la pescadera.

–Claro, es muy fácil frivolizar con lo que a uno le da la gana, así que sigo manteniendo lo dicho. Es un suceso digno de ser recogido por el mejor escritor. ¡Esto sí que es una verdadera historia de amor, y no lo que se ve en las películas! —Y, dicho y hecho, recogió con estudiada altivez su bolsa de pescado y salió, cual ráfaga de viento, dejando a las contertulias desencajadas.

–Pues vaya con la juventud de hoy en día –gritó Doña Engracia–. ¡Qué descarada! Nos lleva la contraria y encima se va tan digna. ¡Parece que haya comido pavo real!

Y, tras un breve silencio, las risotadas provenientes de la pescadería se elevaron sobre el cielo azul de aquel pueblo en donde el sol se cernía sin piedad aquella semana de autos, fusionándose con los graznidos de las gaviotas.

El cuerpo de la Juani nunca llegó a aparecer. Los niños estuvieron buscando en la playa durante semanas algún resto de la tragedia, pero a la mujer se la había tragado el mar –cosa extraña, ya que dicen que los cuerpos tienden a flotar–. Y, poco a poco, todos volvimos a lo nuestro, a la tranquila y nada emocionante realidad de aquel sencillo pueblo del sur.

Aunque lo cierto es que aquel capítulo no se cerró del todo, ya que unos meses más tarde Don Joaquín, el cerrajero, contó al volver de su viaje por la Costa Azul francesa que le había parecido ver a la Juani besando con pasión a un hombre en la terraza de un hotel en Saint-Tropez. Sin embargo, ninguno le creímos, porque si algo hay cierto en este pueblo es que a ninguno de los vecinos nos gustan las habladurías.

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