Manuel Liñán observa al poeta de frente en su nuevo espectáculo 'Llámame Lorca'
La propuesta del bailaor y coreógrafo abre la nómina de espectáculos del ciclo veraniego que organiza la Junta en el Teatro del Generalife
En el escenario del Teatro del Generalife se vivió anoche el primer acto del ciclo veraniego 'Lorca y Granada en los jardines del Generalife'. Un ... acto cuyo protagonista es el coreógrafo y bailaor granadino Manuel Liñán, una de las grandes figuras del flamenco patrio. Interesante la propuesta desde el principio, que se anticipa tres minutos, a conciencia, al último aviso de megafonía. Los cipreses, esta vez, sólo parcialmente ocultos tras una pantalla que, en cierta medida, recuerda a las pantallas de los cines de verano o a las paredes encaladas de cualquier pueblo andaluz. Una decena de bailaores, con trajes que se inspiran en el negro de Federico, blancos en la solapa, mira con insolencia al respetable que termina de acomodarse.
Estamos en territorio lorquiano, pero no en uno que haga del tipismo y del llanto su santo y seña. El Lorca que se ve y se oye –el cuadro se coloca en la parte izquierda del escenario de manera casi imperceptible– se emparenta con el de aquel primer 'Cinco a las cinco' y declara sus intenciones transgresoras desde el primer golpe de baqueta sobre el tambor de la batería. que ejecuta Miguel 'El Cheyenne'. Empieza suave, pero toma velocidad de crucero rápido, cuando a contrapelo, a contrapaso, a contradanza, aparece la figura de Manuel Liñán sobre la escena, dejando claro que todos bailan, pero el jefe –en todos sitios tiene que haberlo– es él.
Es este, con todo, un trabajo de conjunto, porque el flamenco no se baila solo. Esa soledad que el poeta afrontó en el supremo instante, y con la que finaliza este 'Llámame Lorca', es durante el transcurso del espectáculo una soledad acompañada, en el jaleo y en el silencio. En el frenético movimiento de los pies y en la contención que demuestra el cuerpo de baile mientras en el fondo del escenario se dibuja la luna y a los oídos llegan en forma de corrido referencias en boca de Fita Heredia y Marian Fernández al imaginario de Federico al completo. Desde la mención a 'El público' o 'Así que pasen cinco años' hasta las hijas de Bernarda Alba, pasando por 'Yerma' y 'Mariana Pineda'. Deberían dejarlo por escrito como regla nemotécnica. Sería más fácil de aprender que la lista de los reyes godos, eso seguro.
La pintura performativa transforma el escenario, y mientras, sobre este se aparece –no se nos ocurre otra forma de decirlo– la figura de Curro Albaicín, vestido con una suerte de sobrepelliz de blanco impecable, haciendo lo que mejor sabe: recitar. El 'Romance de la luna luna' suena rotundo, y luego el 'Romance de la pena negra' con Raquel 'La Repompa' en liza. El Albaicín es Lorca, y viceversa. Y el público descubre que podría estar escuchando al patriarca sacromontano durante horas embelesado, hasta que Antonio Campos convierte la letra en cante. Esto tiene 'Llámame Lorca': un aluvión de talento que se va depositando en los sentidos a contracorriente.
Dice Manuel Liñán que ha pretendido que este espectáculo sea un lienzo en blanco, como el fondo del escenario, en el que cada una de las noches que se represente pueda dibujarse un cuadro distinto, reflejando la riqueza del legado lorquiano. Un legado que se ha adaptado a conciencia a la dificultad que entrañan los palos flamencos y su particular ritmo. En este sentido, este espectáculo es plenamente inclusivo, ya que del homenaje a las obras del poeta con que se inicia –con citas de 'Las tres morillas de Jaén', 'Las tres hojas' y las 'Sevillanas del siglo XVIII'–, se continúa con melodías tan conocidas como 'La tarara' y 'El café de Chinitas' se pasa a la soleá que baila Raquel Heredia y de ahí a la granaína que homenajea a 'La guitarra'. Y en este punto, el escenario se convierte en un mar de cintas mientras José Fermín echa a volar los dedos sobre el diapasón y suenan referencias, incluso, al adagio del 'Concierto de Aranjuez' de Rodrigo, en una cadencia casi mágica respondida por unos pies que hacen honor al instrumento de las seis cuerdas. Falete –de negro y con cola roja– completa el homenaje con una saeta que rompe la noche con la letra, de nuevo, del poema lorquiano, mientras las campanas fingidas del escenario y las reales ladera abajo se funden. Son las once de la noche y el ojo del fuenterino nos mira desde lo más alto del escenario.
Ruptura
Tras lo canónico, de nuevo la ruptura. Unos tangos que baila Manel Liñán al son de la guitarra, esta vez eléctrica, colocan y descolocan a partes iguales. Aquí no hay fronteras, y se actualiza sin miedo la zambra, una institución que aspira a ser patrimonio mundial inmaterial de la Unesco. Lo que permanece inalterable es su estructura, la alboreá, la mosca y la cachucha, perfectamente reconocibles a pesar del juvenil atuendo y desenvolvimiento. Y al final, el 'Requiem por Federico' de Rafael de León recuerda la fatídica noche del 18 de agosto. Este espectáculo no podría llamarse de otra manera: 'Llámame Lorca'.
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