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José Luis Martínez Clares
Lunes, 28 de agosto 2023, 00:03
Todavía no se llama Lucille. Por lo que cuentan, Lucille es sólo el nombre de la mujer por la que se están peleando los dos ... tipos que van a provocar el incendio. La guitarra, que aún no tiene un nombre conocido, que ni tan siquiera disfruta de la ambición de llegar a tenerlo, está callada y sola, permanece apoyada en una esquina del mundo, a pocos metros de la barra donde se ha iniciado la bronca. Aunque no lo parezca, está en un lugar que, cuando pase el tiempo necesario, el tiempo que la gente necesita para ensamblar el armazón de cualquier leyenda, formará parte de la mitología del 'blues'.
Desde allí, va a ver cómo los dos hombres, en su deriva, chocarán contra el barril de queroseno que calienta el local y lo derribarán, y también va a ver cómo sus cuerpos rodarán por el suelo mugriento huyendo de las llamas como quien huye de un mal sueño, y los verá incorporarse con un gesto felino y correr, arrastrados por la muchedumbre, hacia el exterior. La supervivencia, en ocasiones, no depende de los méritos de cada uno. Sino del instinto.
Pero ella aún no lo sabe. No sabe la que van a armar esos borrachos que se golpean por unas migajas de fingida honorabilidad. Ni sabe que, por su culpa, en tan sólo unos segundos, todos van a salir precipitadamente a la noche. Ni sabe que la olvidarán allí, en ese lugar apartado desde el que ahora está viendo a esos hombres testarudos peleando torpemente por una mujer llamada Lucille. Sin embargo, muy pronto, antes de que pueda darse cuenta, va a suceder todo eso, y como un mal presagio irán llegando hasta ella el calor de las llamas, y el olor a madera y a pintura quemadas, y el estruendo furioso de la techumbre al comenzar a crujir. El apocalipsis, con frecuencia, se abre camino con estos alardes de espanto.
Y entonces enmudecerá, figúrate, ella que no está acostumbrada a cerrar el pico. Enmudecerá tan sólo para soportar lo que se le viene encima. O para entenderlo. O, simplemente, para aceptarlo. Aun así, intuyo que sabrá cómo hacerlo. Cómo enfrentarse a ello. Créeme. Ella está capacitada para plantarle cara a la fatalidad porque lo suyo siempre ha sido el blues. En cambio, yo no podría. No sería capaz. No dispondría de la entereza necesaria. Quiero decir que no sabría abandonarme a mi suerte de la misma manera que los estoicos, al menos de boquilla, se abandonaban a la suya. Que patalearía inútilmente hasta alcanzar el patetismo antes de admitir la realidad.
¿Y tú? ¿Qué harías tú? Ponte en el lugar de esa guitarra. Hazlo. Ponte en el lugar de una Gibson acústica olvidada en un garito devorado por el fuego. Piénsalo. Porque yo te aseguro que, una vez acatada mi suerte, después de tanta brega inútil, me pondría triste. Muy triste. Tan triste que incluso llegaría a preguntarme si ha merecido la pena vivir, surcar los días y las noches a bordo de esa melodía de la que jamás queremos desprendernos. Ya me entiendes. La muerte, cuando llega, se hace un 'tour' completito por el pasado en un par de suspiros. Y tal vez sentiría el pánico antes de sentir el dolor. Y sería ese mismo dolor el que me apartaría poco a poco de mí, hasta arrancarme de mis propias cenizas. Así lo imagino. Siempre fui, a mi pesar, un adicto a los ocasos.
Pero ella es diferente. Está hecha de otra pasta. Al menos, eso contarán los que todavía la recuerden dentro de unas décadas. Por eso, pese a que todos los indicios nos sugieran lo contrario, la guitarra va a confiar hasta el último momento en que, desde el exterior, un hombre mastodóntico regrese para buscarla. Un hombre que sigue en deuda con ella por haberlo sacado de una plantación inhumana, de una vida miserable, de un futuro encadenado a la tierra. Un hombre que, cuando la encuentre entre el humo, apenas presintiendo su dulce quebranto, la agarrará con fuerza, como si fuese a encarar un 'riff' poderoso, uno de esos que hacen única a cada canción, y la rescatará de ese infierno para regalarle la inmortalidad igual que si la estuviera enchufando por los siglos de los siglos a un amplificador.
«Estoy realmente loco por ti, Lucille». En fin. ¿Qué quieres que te diga? Hay frases que no se dicen. Frases que, en realidad, se tararean. Frases que son como un anticipo de un buen verso. Sí. Lo que te decía. Ella es diferente. Te lo aseguro. Sé de lo que hablo. Ella va a confiar en ese tipo enorme hasta el último lamento. Sin embargo, lo que la Gibson no puede ni imaginar en este momento que nos ocupa, el momento preciso en el que ya se entrelazan el caos y la desesperación y la tragedia, es lo que narrarán las crónicas en el futuro. Crónicas parecidas a la que escribirá con cierta mesura Jesús Arias para un diario de provincias el cinco de junio de dos mil diez. Tiremos de hemeroteca. «B. B. King, el mastodonte del 'blues'». Menudo titular. ¿La conoces? Me refiero a ésa en la que Arias va a plasmar sin tapujos el epitafio de un músico que, agarrando a su guitarra por la cintura como tantas veces, sentenciará: «dejaré de tocarla cuando me llame el de arriba». Otras, en cambio –menos comedidas; más fecundas–, incidiendo en la memoria de este día remoto en un lugar indeterminado de Arkansas en el que dos imbéciles se están peleando por una mujer, afirmarán que Lucille arqueó sus notas al sentir la presencia redentora del 'bluesman'; que rugió como un aparcero que se negara a seguir acatando la brutalidad de su destino; que al haber desobedecido a la muerte, al alimón, algo cambió de repente entre ellos; que, casi sin pretenderlo, esa noche de llamas, rebeldía y desesperanza nació algo parecido al 'rocanrol'.
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