La lista
Alejandro Aguilera Morales
Jueves, 14 de agosto 2025, 23:14
Una desconocida sensación de bienestar se apoderó de Leire mientras se dejaba atrapar por las sombras del sueño, agarrada de la mano de su abuela. ... La vetusta cama de la anciana, la misma en la que había muerto demasiado joven su marido, acogía ambos cuerpos, enjutos y muy pegados, el colchón hundido hacia el centro, como en las seis últimas noches. A estas alturas de la vida, sola, cansada y aburrida, Rafaela ya no esperaba de su existencia más que entregar la cuchara con toda la serenidad que la Providencia le quisiera asignar. Y que fuera pronto. Así que esa semana durmiendo y viviendo junto a su nieta, esos días inesperados que, todavía se preguntaba por qué, el azar le había querido regalar sin que nunca lo hubiera imaginado, en realidad habían sido de los más felices de su vida. Como si lo bueno, como ese trozo de chocolate en el que acaban algunos cucuruchos de helado, hubiera estado reservado para el final. La abuela era la última de la lista de Leire, su pequeña Leire, que ahora abandonaba la vigilia asida a su mano con una satisfacción imposible de explicar. Al fin había alcanzado lo que durante tanto tiempo llevaba persiguiendo. La paz.
Nunca, nadie, supo de la lista.
Todo se había desencadenado casi un año antes, aunque en realidad llevaba ya meses, tal vez años, tomando forma en su cabeza a base de sentirse descolocada, como una pieza de esos puzles enormes para bebés que no encajan. Fue una tarde gélida, en Granada. El mismo azar que le regalaría días mágicos a su abuela tiempo después, quiso que Leire se topara de frente con la última persona que hubiera deseado encontrarse. La única, de hecho, a la que hubiera deportado del planeta. Nada sería ya igual después.
Su trabajo como periodista televisiva de éxito la había llevado a aquella ciudad para realizar un reportaje durante tres días, y al poco de instalarse había salido a dar una vuelta, con la aspiración de pasar desapercibida y una secreta razón: su necesidad, a esas alturas ya casi obsesiva, de mirar a la cara a los fantasmas de su pasado. En Granada había vivido un desengaño que le pulverizó el corazón y el alma en una vida anterior. No había vuelto a la ciudad en años, ni había pasado por aquellos lugares que, ahora, en una suerte de terapia de choque extemporánea, habrían de acoger la serendipia definitiva. Y esta acabaría originando la catarsis. Clic.
Encontrarlo justo en la calle de aquel hotel que siempre había sido el hotel de aquella improbable pareja en sus días felices (aunque ellos no tuvieran claro, mientras los vivían, que lo eran), y haber sentido nítidamente mientras se iba acercando al lugar que sucedería justamente lo que sucedió, fue la chispa adecuada que, irremediablemente, prendió en Leire aquella tarde. Había sido precisamente su abuela la que le había enseñado de pequeña que «las cosas pasan por algo».
Mientras se abrazaban, raros y extrañamente fríos, como si se estuviesen viendo a sí mismos desde fuera, y sin que todavía lo supiera, Leire comenzaba a dibujar en su cabeza la lista. Serían siete. Les dedicaría toda su energía. Y él iba a ser el primero.
Era muy buena y había salido de peores, así que, aunque su cabeza estuviera muy lejos de su reportaje, nadie en el equipo lo notó. Facturó el trabajo con suficiencia y únicamente se encendió alguna alarma tras informar inopinadamente a sus jefes, por teléfono, de que se quedaría unos días en Granada. «Asuntos personales», les resumió.
Después vinieron cuatro días que parecieron cuarenta. El sexo, por momentos insaciable, fue lo de menos. Leire se alimentó durante toda la semana de cada herida cicatrizada, se alivió con cada paso por cada momento traumático y por cada instante mágico, lloró de felicidad, y de nostalgia, y de pena. Rio como llevaba años sin reír. Como ni siquiera recordaba que se podía reír. Cerró heridas y volvió a amar, de una forma completamente diferente a lo que conocía.
En la mañana del octavo día, desapareció.
Destinó la energía justa para, entre incontables muestras de incredulidad ajena, dejar el trabajo súbitamente. «Necesito tomarme un año sabático». Ignoró en los meses siguientes el bombardeo de las revistas y de la tele sobre su «enigmática desaparición». A esas alturas ya estaba muy lejos de todo eso. Ni siquiera notó cuándo aquellos ecos se apagaron.
Voló a Alemania y se reencontró con su padre, al que llevaba demasiado tiempo sin ni siquiera considerarlo como tal, desde que, al poco de morir su madre, había decidido que quería «tener otra familia». Ella sospechó siempre que la tenía desde antes. Era el segundo de la lista y sabía que sería el más difícil. Pero salió bien y regresó pletórica.
Después visitó a su hermana y a los gemelos, el tres, cuatro y cinco de una tacada. Y esa visita sí estuvo convenientemente anunciada y planificada. Fue una semana luminosa y feliz. Marcharse de allí fue el momento más triste para ella.
El sexto fue Enrique, su amigo del alma. Su hermano, que lo sería siempre, aunque pasaran años sin hablar, y era el caso. La llegada de Leire supuso una explosión de alegría pura.
Pero quien más se alegró, que pareciera que estuviera esperándola, fue Rafaela, que nunca pensó que volvería a regar las macetas del patio con la ayuda de Leirita, como cuando apenas levantaba dos palmos del suelo. Ni tampoco que volvería a hacerle aquella olla de pisto en la que su nieta se hubiera zambullido de buena gana. Ni que le fuera a contar otra vez, entre risas y sofocos, todas aquellas historias picaronas de cuando su abuelo y ella eran novios.
Apenas un sí con la mirada y otro abrazo bastaron aquella tarde del séptimo día para que la abuela, la última de la lista, aceptara sin dudarlo el ofrecimiento de su nieta. Lo bebieron y, cogidas de la mano, se dejaron dormir para siempre.
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