A pesar del sol
IDEAL recupera una tradición periodística y publica una novela por entregas con un estreno de capítulo cada día del mes de agosto
Bajo la luz de las antorchas, los cuerpos aparecían con una consistencia gelatinosa. Caballeros con armadura y soldados que portaban largas alabardas custodiaban la puerta. ... Carmen Mendoza fue arrastrada por una corriente entre las figuras, que la ignoraban. Quería gritar, pero era como si su cuerpo estuviera sumergido en agua y, al intentar abrir la boca, se ahogaba. La noche se mezclaba con el día, y Carmen veía a comerciantes en la Puerta del Vino y en la explanada que había antes de la Alcazaba, vestidos con togas a la usanza árabe, pero también con ropas cristianas, que traían habas, berenjenas, alcachofas, pan, almendras, higos, granadas y seda. La nebulosa que la envolvía se convirtió en un remolino que la introdujo por la puerta de la Alcazaba, entre la guardia del patio y hasta la Torre de la Vela desde donde vio una Granada incendiada, desde el barrio del Albaicín hasta la Vega, y dos ejércitos enfrentados sobre la planicie. Y aunque ella podía ver penachos y armaduras, la bandera nazarí con una llave de plata sobre un fondo azul y el estandarte carmesí de los Reyes Católicos, con las armas de Castilla, vio que eran seres humanos y vampiros los que luchaban, mezclados en los dos ejércitos, que se alimentaban de sí mismos. Desde la Torre del Homenaje, un gran capitán guiaba la batalla y guardaba la fortaleza, pero no vestía como un soldado, sino sólo una toga tan negra como su pelo, que contrastaba con la cara muy blanca, partida por una nariz ganchuda y una boca de labios muy rojos, deformados por una sonrisa cruel. El hombre, con la palma de la mano extendida, jugaba con los cientos de figuras fantasmales que se precipitaban unas contra otras en el suelo, bajo su influjo, y Carmen veía lo que él veía: seres humanos que repetían una y otra vez las mismas guerras a los pies de las murallas y las mismas ceremonias en el interior del castillo, en el Mexuar y la Sala de Embajadores, donde negociaban el presente y el futuro, reyes y duques, condes y embajadores venidos de todas partes del mundo, emires y sultanes que dormían en la Radua durante el día y despertaban por la noche. Carmen podía ver a los sucesivos dueños del Palacio de Comares, y el Palacio de los Leones, donde cuerpos desnudos de caras borrosas se abrazaban bajos los arcos de un cielo dorado, cuajado de arabescos y yeserías, y sostenido por columnas de mármol. Carmen se vio a sí misma, viviendo allí, y el remolino la alzó sobre la fortaleza para que admirara el Generalife y la propia Colina Roja, concentrada sobre sí misma, más roja por la luz de las antorchas y una fuerza que parecía emanar de la misma tierra, envolviéndola y atrayendo el cuerpo de Carmen desde el firmamento hasta su interior.
Carmen despertó en un lecho blando y fragante. La luz penetraba por las celosías que protegían las ventanas, y oía el rumor del agua. Un aroma a rosas inundaba la habitación y la piel de su cuerpo, desnudo entre sábanas de seda blanca. Al pie de la cama se encontraba Miguel Serrano, tal como Carmen lo había conocido en Madrid, salvo que había perdido la expresión melancólica, tenía el pelo más largo y espeso, peinado hacia atrás, y su cuerpo fornido se había vuelto más fibroso, definido su pecho bajo un bata de una seda más fina, de color añil. Carmen sentía una lasitud en los miembros, deslizó las piernas y tendió las manos hacia Miguel, para que la abrazara, tal y como había deseado la primera vez. Miguel Serrano sonrió, mostrando unos caninos desarrollados y se quitó la bata antes de meterse en la cama. Se demoró besando los pies de Carmen, las piernas y los muslos, deslizando las manos por su pubis hasta alcanzar los pechos pequeños y acariciar los pezones. Miguel Serrano los lamió y bajó hacia el vientre, como Carmen deseaba que hiciera. Ella sintió cómo temblaba su cuerpo cuando Miguel separó con delicadeza los labios del sexo y lamió el clítoris antes de morderla en la ingle. El orgasmo la inundaba cuando Carmen cogió del pelo la cabeza de Miguel, lo atrajo hacia arriba y lo obligó a entrar dentro de ella. Veía cómo le chorreaba su propia sangre de las comisuras de la boca, pero mientras lo sentía en su interior deseó que la mordiera y quedarse para siempre con él allí. Cerró los ojos y, antes de perder la conciencia, los abrió: no había luz en la estancia, ni estaba en un lecho, sino sobre el suelo frío y húmedo de una cueva. Sobre ella no estaba Miguel Serrano, sino un ser monstruoso, con unas alas articuladas desplegadas en la espalda, y todavía sediento.
Le despertó la sed. Y la imagen que Joaquín Moya había vislumbrado se definió antes de que abriera los ojos. Una argolla de la puerta de la Justicia, en la Alhambra, aunque más vieja, no restaurada. Y supo que estaba justo debajo de la torre, en una mazmorra, sólo que ya no estaba atado. Lo habían arrastrado ante un trono, donde no estaba sentado Miguel Serrano, sino una figura de pelo negro y nariz ganchuda. A su lado, estaba Laura M., tal como la había visto en las fotografías, con el pelo más largo y oscuro, y unos ojos azules y despiadados. Así la había descrito Carmen Mendoza en un libro, y a pesar del dolor que ya desaparecía en su cuello, Joaquín Moya no pudo evitar la sensación de estar soñando. Porque era un espacio mucho más amplio que una mazmorra, un palacio horadado en la roca, como si todas las leyendas que le había contado su padre fueran ciertas, y el verdadero castillo se encontrase en el interior de la colina, donde se habían fundido la mano y la llave, la materia y el espíritu en una macabra inmortalidad.
Pero sabía que no era él quien estaba teniendo esos pensamientos, sino el Vampiro, que había ido deslizando durante días frases en su mente, que eran más que la expresión de su insatisfacción interior. Sí, él no era muy diferente a Miguel Serrano, que lo miraba desde el otro lado del trono con una expresión degradada del afecto, pensó Moya, con un resto de humanidad. ¿Eran todos caricaturas de sí mismos o una versión mejorada, libre de miedos e insatisfacciones? Moya sólo sentía sed en este momento. Era una sensación que compartía con decenas de figuras que había a su alrededor, formando un círculo, acechando. Vagamente distinguió las caras de alumnos de la Facultad de Medicina, a su hermano Felipe, y pensó si estarían también Luisa y Eusebio, y Carmen Mendoza, quizá su madre. El Vampiro hablaba, sin palabras: «Sólo están aquí los que son habitados por sombras, como tú. Yo sólo las ayudo a salir».
El círculo fue cerrándose a su alrededor, y Moya sintió sobre él, primero, el aliento de múltiples bocas. Se puso de pie y enfrentó los cientos de ojos que lo miraban desde la negrura. Sintió que una fuerza desconocida se apoderaba de él. Y volvió a escuchar la voz del Vampiro: «Aquel para quien no brilla la luz, vivirá, a pesar del sol, como un animal en la noche». Entonces las sombras formaron cuerpos y bocas y colmillos que se clavaron en la carne de Joaquín Moya, que sentía cómo le desgarraban, pero lejos de sentir dolor, sentía un placer inconcebible mientras él mordía también, e iba fundiéndose con cada uno de los cuerpos que le tomaban y él tomaba. Y las palabras: «Voy a morir de un deseo, sin despertar, sin acordarme, allí en la luna perdido entre su frío. Un deseo sutil vale la muerte. Sueño un sueño más largo que la muerte».
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