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Capítulo 30

A pesar del sol

IDEAL recupera una tradición periodística y publica una novela por entregas con un estreno de capítulo cada día del mes de agosto

Viernes, 29 de agosto 2025, 23:15

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Bajo la luz de las antorchas, los cuerpos aparecían con una consistencia gelatinosa. Caballeros con armadura y soldados que portaban largas alabardas custodiaban la puerta. ... Carmen Mendoza fue arrastrada por una corriente entre las figuras, que la ignoraban. Quería gritar, pero era como si su cuerpo estuviera sumergido en agua y, al intentar abrir la boca, se ahogaba. La noche se mezclaba con el día, y Carmen veía a comerciantes en la Puerta del Vino y en la explanada que había antes de la Alcazaba, vestidos con togas a la usanza árabe, pero también con ropas cristianas, que traían habas, berenjenas, alcachofas, pan, almendras, higos, granadas y seda. La nebulosa que la envolvía se convirtió en un remolino que la introdujo por la puerta de la Alcazaba, entre la guardia del patio y hasta la Torre de la Vela desde donde vio una Granada incendiada, desde el barrio del Albaicín hasta la Vega, y dos ejércitos enfrentados sobre la planicie. Y aunque ella podía ver penachos y armaduras, la bandera nazarí con una llave de plata sobre un fondo azul y el estandarte carmesí de los Reyes Católicos, con las armas de Castilla, vio que eran seres humanos y vampiros los que luchaban, mezclados en los dos ejércitos, que se alimentaban de sí mismos. Desde la Torre del Homenaje, un gran capitán guiaba la batalla y guardaba la fortaleza, pero no vestía como un soldado, sino sólo una toga tan negra como su pelo, que contrastaba con la cara muy blanca, partida por una nariz ganchuda y una boca de labios muy rojos, deformados por una sonrisa cruel. El hombre, con la palma de la mano extendida, jugaba con los cientos de figuras fantasmales que se precipitaban unas contra otras en el suelo, bajo su influjo, y Carmen veía lo que él veía: seres humanos que repetían una y otra vez las mismas guerras a los pies de las murallas y las mismas ceremonias en el interior del castillo, en el Mexuar y la Sala de Embajadores, donde negociaban el presente y el futuro, reyes y duques, condes y embajadores venidos de todas partes del mundo, emires y sultanes que dormían en la Radua durante el día y despertaban por la noche. Carmen podía ver a los sucesivos dueños del Palacio de Comares, y el Palacio de los Leones, donde cuerpos desnudos de caras borrosas se abrazaban bajos los arcos de un cielo dorado, cuajado de arabescos y yeserías, y sostenido por columnas de mármol. Carmen se vio a sí misma, viviendo allí, y el remolino la alzó sobre la fortaleza para que admirara el Generalife y la propia Colina Roja, concentrada sobre sí misma, más roja por la luz de las antorchas y una fuerza que parecía emanar de la misma tierra, envolviéndola y atrayendo el cuerpo de Carmen desde el firmamento hasta su interior.

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