A pesar del sol
IDEAL recupera una tradición periodística y publica una novela por entregas con un estreno de capítulo cada día del mes de agosto
No sabía a quién quería engañar, pensó Carmen Mendoza cuando se fue Ricardo Rey. Ella no estaba segura de nada, y menos aún tras la ... desaparición de Joaquín Moya. Con él se había mostrado mucho más escéptica que con el inspector. Pero es que el escepticismo iba siendo sustituido por miedo mientras recababa los testimonios de los alumnos de la Facultad de Medicina, de los celadores, enfermeros y médicos del hospital, de sus compañeros de la prensa. Era como una pandemia. Ella iba transcribiendo los relatos, añadiendo documentos y notas en la carpeta del ordenador donde ordenaba los materiales para su próximo libro.
Y no era la primera vez que el vampirismo había sido tratado como una enfermedad. Entre la bibliografía con la que trabajaba, se encontraban testimonios como el de Mary Edith Durham, antropóloga y escritora de libros de viajes, que comparaba a los vampiros con una infección bacteriana. O el del explorador y botánico Joseph Pitton de Tournefort, quien pensaba que se trataba de una enfermedad epidémica del cerebro, similar a la mordedura de un perro rabioso. El vampiro no era un monstruo único o singular, sino una enfermedad que proliferaba a través de la circulación, el sudor y la contaminación; el vampirismo se extendía y fluía: era una multiplicidad, un conjunto, un contagio; y el vampiro, la quintaesencia de la mala sangre, corrupta y virulenta.
Los temores a la sangre manchada crecieron con el miedo al contagio en los lugares húmedos y cerrados, los cementerios, la podredumbre y el deterioro, el aire viciado, las infecciones que nacen en la atmósfera, la niebla y la bruma y los peligros invisibles. Las epidemias a menudo acompañaban a la guerra, la hambruna y las migraciones masivas, pero los vampiros eran una alternativa. O un castigo de Dios por los pecados de la comunidad. En la Biblia había pasajes que parecían hablar de vampiros. En el libro del Génesis: «la voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra»; en el Levítico (17, 11): «porque el alma de la carne en la sangre está; y yo os la he dado para expiar vuestras personas sobre el altar; por lo cual la misma sangre expiará la persona»; y en el clímax del Apocalipsis según San Juan: «y la muerte y el infierno dieron los muertos que estaban en ellos: y fue hecho juicio de cada uno según sus obras. Y el infierno y la muerte fueron lanzados en el lago de fuego: esta es la muerte segunda. El que no fue hallado escrito en el libro de la vida, fue lanzado en el lago de fuego».
Y en la misma Enciclopedia Británica, en su edición de 1910, se daba una curiosa definición: «las personas que se convierten en vampiros son, por lo general, magos, brujas, suicidas y aquellos que han sufrido una muerte violenta o han sido maldecidos por sus padres o por la Iglesia. A veces se piensa que el vampiro es el alma de un hombre vivo que abandona su cuerpo durante el sueño para vagar en forma de brizna de paja o pelusilla y absorber la sangre de otros durmientes». Y había testimonios de funcionarios judiciales y de la policía y del ejército, en muchos países de Europa hasta el siglo XX, como el de dos funcionarios del distrito de Gradiska, en Serbia, sobre el campesino Peter Plogojowitz, que había asesinado a 9 personas después de su propia muerte y cuyo cuerpo exhumaron: «En primer lugar no detecté el más mínimo olor característico de los muertos y el cuerpo, salvo la nariz, que estaba un poco caída, se encontraba completamente fresco. El pelo y la barba –incluso las uñas, nacidas bajo las viejas- le habían crecido; la piel antigua, algo blanquecina, se había desprendido y bajo ella había nacido una piel nueva. No sin asombro vi sangre fresca en su boca».
Y los síntomas, claro: «temblores, náuseas persistentes, dolor en el estómago e intestino, en la región de los riñones, en la espalda y los omóplatos, así como en la nuca, además de presentarse ojos vidriosos, sorderas y problemas del habla. La lengua muestra una capa de color que va del amarillo blanquecino al rojo parduzco, está seca y al tiempo sufre una sed insaciable. El pulso es errático y débil; en la garganta y en el hipocondrio, es decir, en la zona del vientre bajo el cartílago torácico, se observan manchas lívidas o rojizas, aunque en parte sólo después de la muerte. El paroxismo se manifiesta en terrores nocturnos extremos, asociados a alaridos, fuertes sacudidas, una contracción espasmódica de los músculos de la parte superior del cuerpo, constricción de las vías respiratorias y sofocos, con el síntoma adicional de retracción del corazón, es decir, una sensación de ansiedad en el pecho asociada a un dolor en la boca del estómago; por último, aparecen pesadillas, que con frecuencia evocan la imagen del regreso de los muertos».
Algunos de los síntomas que decía tener Joaquín, pero es que ella misma se sentía así a menudo; se parecían a los de una gripe. Nadie sabía lo que le ocurría realmente. Era como pertenecer a ese estado perturbador del vampiro, un estado intermedio entre la vida y la muerte: el de no muerto. Estaban entre nosotros, y había quienes les protegían, porque aspiraban a ser como ellos. Nuestro encuentro con los vampiros era íntimo e imposible, porque se convierten en nosotros, o nosotros nos convertimos en ellos. Y Carmen Mendoza, dejándose llevar el torrente de pensamientos siniestros, imaginó una humanidad transformada, sedienta, frenética.
Se acordó de la cara de Miguel Serrano en el hospital de Madrid, cuando se levantó de la cama y se abalanzó sobre ella. Había en su cara esa sed, ese frenesí, y lo peor era que Carmen había deseado que la mordiera. Pero justo antes de hacerlo, Miguel se había separado de ella y saltado por la ventana desde un cuarto piso, algo imposible para un ser humano. ¿Estaría en Granada realmente? Ella había visto su cadáver en el cementerio de Ronda e ido a su entierro en Madrid. Pero también Joaquín lo había visto. ¿Dónde estaba, si no era en el castillo?
Ricardo Rey sólo traía consigo dos hombres de confianza, que a Carmen Mendoza le parecieron muy poco bagaje para el trabajo que iban a acometer, pero no dijo nada. Se daba por satisfecha por haber conseguido que aceptase su propuesta. Se había pasado todo el día en el hotel pasando a limpio sus notas y tratando de dar forma al relato desordenado de Joaquín Moya, y ahora se sentía como si fuera a afrontar el desenlace de su propia obra. Un coche patrulla con cuatro agentes cerraba el paso en la Puerta de las Granadas, donde había quedado con Rey, y lo mismo ocurría con el resto de los accesos al monumento nazarí, según le explicó el inspector, tanto en la entrada oficial, junto al cementerio, como en las cuestas que daban acceso desde el barrio del Realejo. También había agentes patrullando el recinto, lo que tranquilizó un tanto a Carmen, que pensó que el inspector podría recurrir a ellos en cualquier momento.
Ricardo Rey seguía con su atuendo habitual, que contrastaba con los uniformes de combate de los dos policías, que calzaban gruesas botas, chalecos antibalas y fusiles de asalto H&K G-36, además de las armas reglamentarias que llevaban al cinto, pistolas de repetición de 9MM de la misma marca alemana. Ricardo Rey llevaba ese modelo de pistola al cinto, pero Carmen había observado que portaba también un revólver del calibre 38 en otra cartuchera bajo la axila, debajo de la cazadora. El inspector no parecía nervioso, pero sí tenía una expresión tensa cuando desplegó a los dos hombres a los flancos del camino y empezó a subir con Carmen Mendoza la cuesta que nacía de la Puerta de las Granadas, iluminada por farolas y focos en el suelo, que les quitaban todo misterio a los árboles, pensó la periodista, que tuvo la impresión de adentrarse en la pista de un aeropuerto. Eran las 11:30 de la noche.
Al llegar a la Puerta de la Justicia el ambiente se transformó. Los dos policías que los precedían fueron engullidos por el arco, cuya negrura adquirió una consistencia grumosa. Ricardo Rey, que empuñaba las dos armas, emitió un gruñido mientas apuntaba con dos manos temblorosas hacia la entrada, donde empezó a cobrar forma una figura fantasmal. Pero Carmen Mendoza estaba fascinada por los símbolos que había encima del arco, la mano y la llave, que tintineaban y emitían un resplandor plateado. Observó cómo la mano giraba sobre sí misma y se deslizaba hacia abajo sobre la piedra para alcanzar el arco inferior hasta unirse con la llave, y entonces las luces de los focos se apagaron, sustituidas por un brillo rojizo que emanaba de la propia fortaleza. Gruesas antorchas aparecieron en la entrada, donde las sombras se fundieron en la silueta de una mujer vestida completamente de negro, que avanzaba hacia ellos. Carmen sólo veía sus ojos azules, que refulgían con ese resplandor plateado y rojo que emanaba del monumento. Ricardo Rey empezó a disparar las dos armas al mismo tiempo sobre la mujer, cuyo cuerpo atravesaron las balas sin ningún efecto hasta que envolvió con un abrazo al inspector: sus gritos despertaron de su fascinación a Carmen Mendoza que, corriendo, atravesó la entrada de la puerta, sumergiéndose en la negrura que la absorbió.
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