A pesar del sol
IDEAL recupera una tradición periodística y publica una novela por entregas con un estreno de capítulo cada día del mes de agosto
Ricardo Rey estaba furioso consigo mismo. Debía haber detenido a Moya esta semana, sin esperar más. Pero el juez instructor no creía en la culpabilidad ... de Moya, y menos que fuera el asesino de su maestro, Eusebio Fernández. El inspector había llegado a creer que se protegían entre ellos. Jueces, profesores, abogados, médicos que formaban la carcundia granadina, una clase impenetrable a los extraños y advenedizos, y a la que él nunca podría pertenecer. A veces, Ricardo Rey sentía una rabia incontrolable, por el mero hecho de que le llevaran la contraria. Pero él tenía razón, claro que la tenía. Lo que pasaba es que estaba rodeado de incompetentes, empezando por el juez y terminando por el comisario jefe, cuyo aliento sentía en el cogote.
Moya había desaparecido sin más. Nadie lo había vuelto a ver en la Facultad. Y César Moreno no quería saber nada del tema. En teoría, Joaquín Moya no había salido del centro universitario, pues el inspector tenía una patrulla siguiendo al forense de manera permanente. Pero no estaba en su casa, ni en casa de su madre, donde había ido el inspector el jueves al medio día. Había encontrado a Amalia cocinando, y no había mostrado ninguna preocupación por su hijo Joaquín. De hecho, parecía tener prisa por que el inspector se fuera, pues por lo visto esperaba a alguien para comer, y no era precisamente su hijo, del que andaba bastante despistada sobre su paradero.
- ¿Ha estado usted en la Facultad? Joaquín sólo vive para su trabajo. El otro día vino agotado a casa.
- ¿Esta semana? ¿Qué día?
- A ver –dijo Amalia, dudando-. El martes, sí. Vino al mediodía. Necesitaba dormir un rato. No le dé problemas, ¿eh? Yo le dije que tenía que tomarse unas vacaciones. Ojalá me haya hecho caso.
El día del entierro de Eusebio Fernández, pensó Ricardo Rey tres días después. Había estado incluso en casa de su hermano Felipe, el famoso abogado, que parecía un cadáver andante. La escena que se había encontrado en ese piso enorme de la Gran Vía no fue muy agradable. La mujer apenas hablaba, como si estuviera en un velatorio. Y miraba al inspector como si hubiera roto una especie de conjuro que apartara de allí la miseria y la desgracia. El inspector era algo más que un intruso: un virus causante de una enfermedad contagiosa del que ni siquiera la riqueza podía protegerte.
- ¿No se da cuenta de que tenemos nuestros propios problemas? –le había dicho a Ricardo Rey, mientras se acercaba a Felipe y lo abrazaba, como si lo protegiera. El hombre no había dicho nada, sin embargo; se había limitado a encogerse de hombros, con una serenidad que habría conmovido al inspector en otras circunstancias que no fueran la convicción de que su hermano era un asesino, y que tampoco encontraría nada bueno en esa familia si le diera por escarbar un poco. De hecho, Felipe no le había dado la impresión de ser un hombre resignado a la idea de la muerte. Más bien se enfrentaba a la situación –y al dolor de la mujer- con cierta ironía, como si la cosa no fuera con él.
En ese momento Ricardo, Rey había sentido deseos de abofetear a Felipe y pagar con él su frustración, el odio creciente que sentía por su hermano Joaquín. Durante un momento, imaginó cómo le daba patadas y lo dejaba sin conocimiento, cómo arrastraba a la mujer por el suelo y la hacía gritar, acabando con esa dignidad impostada, tanta hipocresía y autosuficiencia, esa fachada de clase que le repugnaba y también envidiaba secretamente. Pero claro, no había hecho nada, pues él trabajaba para proteger a esa gente, para proteger ese tinglado de poder y apariencias. Joaquín Moya se había esfumado, como la felicidad de esa familia.
Sólo le restaba una persona por ver, una periodista de Madrid llamada Carmen Mendoza. Lo que le faltaba a este asunto. No tenía bastante con que su nombre apareciera en la prensa local. Temía encontrarse a las radios en la puerta de la comisaría, y lo último que quería Ricardo Rey era ver su imagen en las televisiones o en las redes sociales, donde curiosamente el asunto no había sido tomado en serio, sino sido objeto del recochineo general. No era para menos. Él mismo se lo había tomado a broma al principio. Pero ya le quedaban muy pocos hechos fiables donde agarrarse; o reales, más bien. La patrulla de vigilancia había visto esta semana a Carmen Mendoza con Moya. Quizá estuviera escondido en su hotel.
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