A pesar del sol
IDEAL recupera una tradición periodística y publica una novela por entregas con un estreno de capítulo cada día del mes de agosto
-¿Recuerdas a tu alumna? –Miguel Serrano estaba delante de Moya, y agitaba la cadena que había oído un poco antes, que colgaba de una ... argolla del cuello de Maite Solís, que lo miraba semidesnuda, postrada en el suelo, a cuatro patas, de un modo muy diferente al que lo hacía desde la primera fila en las clases de Anatomía-. Tiene hambre –Pero más que la cara de su alumna, deformada en una mueca feroz y de sufrimiento, y que trataba de alargar la cadena para llegar hasta él, Moya no podía dejar de mirar la cara de Miguel Serrano, que se transformaba constantemente, rejuveneciendo para mostrar al policía que él había conocido en Madrid, y envejeciendo para ser el hombre que había visto en casa de su madre. Pensó, absurdamente, que nuestros enemigos son un resto de una personalidad anterior, alguno de los yoes que hemos dejado por el camino y con los que aún seguimos manteniendo una relación familiar. Hasta que nos devoran-. ¿La dejamos que coma? – Miguel Serrano alargaba la cadena lo justo para que Moya casi pudiera sentir las uñas alargadas de Maite sobre su cara, y luego volvía a tirar de ella hacia él-. Cuando no comemos nos volvemos como animales. Pero esta juventud tiene mucha sed –dijo Miguel Serrano riéndose-; una vez que han probado la sangre, no pueden dejar de beber.
- ¿Qué has hecho con mi madre?
- ¡Oh! Nada todavía. Me gusta hablar con ella. Me recuerda a ti en nuestros buenos tiempos.
- ¿Por qué haces esto, Miguel? –al oír decir su nombre, la cara de Miguel Serrano volvió a ser por un momento la del amigo querido por Moya: la misma insatisfacción, la misma ansiedad.
- Ya te lo he dicho, Joaquín. Quiero que sientas lo que yo siento, quiero que seas como yo –En ese momento, Miguel Serrano, soltó la cadena, y Maite se abalanzó sobre el cuello de Moya.
Las caras de Cora y Daniel apenas eran una nebulosa para Miguel Serrano. En el cementerio de Ronda una parte de él había muerto realmente, y aunque recordaba a su mujer y a su hijo era como si hubieran sido enterrados con aquel cuerpo que había recibido el cargador completo de una pistola. Él mismo había empuñado el arma con la que había sido acribillado, aunque estuviera apuntando a la sombra del Vampiro que tenía delante, una sombra –ahora lo entendía- que vivía en su propio interior. Una sombra que, como todos los demonios interiores, nacía en su infancia, y que en su caso tenía que ver con el miedo a un padre que había ejercido en la casa familiar una tiranía silenciosa. Él había amado y odiado a su padre, se había prometido no ser nunca como él, pero esa sombra había ido apoderándose de su conciencia hasta ocuparla por completo. Era una personalidad más fuerte que no sentía remordimientos y que no dudaba, pero capaz también de sentir amor, aunque se trataba de un amor distinto, físico e incontrolable, visceral. Un amor que lo unía a Laura, el único ser al que ahora no podía acercarse, porque su vínculo era con el Vampiro, sombra de las sombras. Su identidad y su no identidad convergían en el mismo cuerpo.
Recordó su primer encuentro con ella, incapaz de moverse ni hablar. Cómo no podía apartar la mirada de los ojos azules que parecían penetrarlo, apropiarse de sus miedos y sus dudas, respondiendo a sus deseos, que trataban de manifestarse desde que supo que había una mujer como ésa, de una belleza glacial, con unos rasgos cincelados en cera, en una cara pálida donde destacaban los labios tan rojos, ligeramente entreabiertos, el azul del mar que lo envolvía y lo asfixiaba, el anhelo insoportable de fundirse con ella, de ser como ella, por toda la eternidad. «Vivo en tu vida y tú habrás de morir en la mía. Vivimos a través de las vidas de otros, nos creamos a través de la destrucción de otros. La nebulosidad del sueño, que se desliza dentro y fuera de los estados de la muerte, se refleja en la indisolubilidad de dos tipos de sangre unidas: la humana y la vampírica. La vida es tan sólo una modalidad de la muerte».
Una idea a la que se oponía ahora Amalia mientras soportaba el peso del cuerpo de Miguel Serrano y sentía cómo le iba arrebatando la suya en el dormitorio de la casa familiar, del barrio de los Doctores. Por un momento, el propio Miguel Serrano creyó ver los recuerdos de Amalia, que se sucedían en su conciencia con rapidez: Carlos Cano cantando María la portuguesa, mientras ella cocinaba esa misma mañana, antes de quedar con él; la cara amada de Felipe convertida en una máscara mortuoria, en el ataúd, el frío al rozar su frente con los labios; sus tres hijos, dormidos en el coche, de vuelta de un viaje a la costa; Felipe, atareado en la librería; Joaquín, corriendo con sus hermanos por los bosques de la Alhambra; los padres, orgullosos el día de la boda de Amalia, en la iglesia del Sagrario; Felipe, cogiéndola de la mano y contándole una historia, mientras daban un largo paseo por la Acera del Darro y luego por el Salón; un baile en las fiestas del barrio y a una niña haciendo caligrafía en el colegio; un vestido con encajes blancos y una cruz de plata que había sido de su abuela para la primera comunión; una cuna y una sombra de grandes ojos, que le cantaba; figuras que se desvanecían y una luz brillante, blanca.
Desde la cómoda del dormitorio, una fotografía contemplaba la escena en penumbra. Felipe, Amalia, Felipe jr., Joaquín y Luis sonreían a la cámara.
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