A pesar del sol
IDEAL recupera una tradición periodística y publica una novela por entregas con un estreno de capítulo cada día del mes de agosto
Los hospitales eran un lugar engañoso de noche. Los pasillos parecían alargarse con las luces blancas de los tubos fluorescentes, como si te adentrases en ... un túnel. Mario tenía la sensación a veces de encontrarse en una prisión. Los pacientes no podían irse hasta que les dieran el alta. También se asemejaba a un internado, como en el que estuvo de pequeño. Benditos curas. Se trataba de curar una parte de ti, del cuerpo, de la mente, del alma. ¿Cuántas personas morían en las camas que él preparaba? De cuántos pacientes se había despedido con un «hasta mañana» para no volver a verlos nunca más. Mario deseaba que fuese un turno tranquilo, pero las quejas que salían de algunas habitaciones le hacían temer lo peor. No sabía a quién quería engañar. Él nunca sería un buen enfermero. Le repugnaba tener que limpiar a los pacientes, ponerles vías en los brazos, cambiar los sueros. Tampoco soportaba sus preguntas, las reclamaciones de las familias, nada que él pudiera arreglar. Sobre todo, le repugnaba la vejez misma, que era la conciencia de su propia muerte, a la que él iba acercándose sin poder remediarlo, aunque ahora sólo tuviera veintiocho años. Pero, por Dios, también había que saber quitarse de en medio, antes de convertirse en un engorro para sí mismo y para los demás. Detestaba ese perfil de paciente entrado en años, quejica, que trataba de llamar la atención por cualquier medio. Que si agua, que si la almohada, que si me duele, aunque se hubiera chupado ya cinco gramos de paracetamol por vía venosa.
Algunas personas parecían recurrir a la enfermedad en busca de afecto. Y había quien se abandonaba antes de tiempo a un cúmulo de dolencias reales o imaginarias que les hacían estar pendientes de la medicación y del recuento diario de pastillas como un horario preciso. La rutina de la farmacología era más tirana que cualquier religión, y confiaban en la química como en el mayor demiurgo. Lo único bueno que tenía trabajar en el Hospital Clínico era que allí los alumnos de Medicina hacían sus prácticas, y al menos Mario se encontraba en la compañía de médicos jóvenes como él, que aún no habían adquirido los hábitos de la suficiencia y el menosprecio, más comunes entre los maestros. Ellos les dejaban el trabajo sucio a sus pupilos, y sólo pasaban una ronda en cada turno, si no había alguna urgencia. ¿La habría esta noche? Mario deseaba que no. Los familiares ya se habían ido, y en el puesto de control sólo había dos enfermeras.
- ¿Cómo están mis chicas preferidas hoy?
- Vaya, pero si tenemos aquí al don Juan de la quinta planta. ¿Es que piensas trabajar y todo? –el pelo negro y bien peinado le caía en una larga coleta a la enfermera. Y la piel morena contrastaba con el uniforme blanco y pulcro, que llevaba bien abotonado hasta el cuello, que se le pegaba al cuerpo como a un maniquí. Verónica tenía veinticinco años, unos ojos oscuros en una cara afilada, de rasgos indianos, y no hubiera desentonado en una pasarela-. Cuidado, con éste, Ana –le dijo a la otra enfermera, que estaba preparando un carrito con gasas, apósitos, agua oxigenada, Betadine y algunos fármacos en una habitación tras el mostrador.
- ¿Sí? No será para tanto –dijo ella volviendo la cabeza y sonriendo a Mario, que se fijó en el pelo rizado y moreno, la cara regordeta. En el uniforme se le marcaban unas formas neumáticas. Nunca coincidían sus deseos con las posibilidades reales, pensó. Con Verónica no tenía nada que hacer, aunque no hubiera hecho mala pareja con ella. Alto y fibroso, Mario llevaba el pelo moreno y espeso peinado hacia atrás con gomina, como si hubiera salido de una película de gánsteres de los años ochenta del siglo XX, Scarface, impresión a la que contribuían los rasgos latinos y la tez aceitunada.
- El paciente de la 505 te va a dar guerra –dijo Verónica-. Lleva todo el día quejándose de que esta noche una doctora ha venido a chuparle la sangre. ¿Te lo puedes creer?
- ¿De una doctora? ¡Por supuesto! –contestó Mario soltando una carcajada-. ¿No le habrán sacado sangre más bien?
- No, y dice que le ha mordido; nada más y nada menos.
- Pues cariño –dijo Mario con voz aflautada-, yo tengo que conocer a esa doctora.
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