A pesar del sol
IDEAL recupera una tradición periodística y publica una novela por entregas con un estreno de capítulo cada día del mes de agosto
Ya no habría dudas sobre la muerte de Eusebio, pues su cuerpo había sido incinerado, siguiendo sus instrucciones, y el secreto que guardara se lo ... había llevado con él, reducido a las cenizas dentro de una urna y de una tumba del cementerio de San José, al lado de la Alhambra, en el camino de los Abencerrajes. Era un lugar bello, si lograbas olvidar los motivos por los que estabas allí, en plena naturaleza. Salvo la parte de las salas destinadas a los velatorios y la cafetería, que era más moderna, con edificios de ladrillo funcionales, el cementerio, protegido por una alta tapia blanca, era un recinto alegre, con jardines que rodeaban el osario, las capillas, mausoleos y tumbas. Parecía una pequeña ciudad más clásica, de mármoles blancos y negros, un ajedrez mortuorio en mitad de la vida de Granada.
La fotografía de la lápida se correspondía con el Eusebio que había parecido revivir momentáneamente en la capilla, acaso para complacer a su hija Claudia, que había tenido que ser atendida y que ahora dormiría en su casa, sedada. Ni Elena ni Fernando habían perdido la calma, pero Joaquín sabía que sus sentimientos aflorarían después, cuando la ausencia de Eusebio ocupara un espacio físico, tan sólido como etéreo, pero que ya nunca les abandonaría. Se sentía como si hubiera interpretado un papel, como si fuera otro quien hubiera acompañado a su maestro al cementerio. Recordó la primera vez que habló con él, la mirada entre irónica y divertida que le dirigía Eusebio mientras hacía un ejercicio en su despacho. Eusebio trabajaba también en el escritorio, pero Moya no se sentía incómodo. Estuvieron cerca de dos horas trabajando juntos, sin hablarse, pero a gusto al parecer en la compañía del otro. «No estoy muerto», decía Eusebio. «Estoy contigo», como siempre.
Todos se habían ido ya del cementerio, pero Moya permanecía allí de pie, frente a la lápida, conversando silenciosamente con su maestro. No era consciente de que lo observaban. El inspector Ricardo Rey aguardaba entre las tumbas para interrogar a Moya. Pensaba que podía ser un buen momento para hacerle hablar, con la guardia baja. Habían encontrado a la dueña de la camisa manchada de sangre en los jardines del Triunfo, L. F. A., desaparecida desde hacía tres días. Su cadáver, consumido, apareció en los bosques de la Alhambra; de hecho, cerca de donde se encontraban. «Siempre aciertas, Moya. ¿Por qué?», se preguntó Ricardo Rey. Un poco más atrás, otra figura vigilaba a Ricardo Rey y a Joaquín Moya. Era un hombre alto y ancho de hombros, con el pelo negro y algo canoso peinado hacia atrás y una mandíbula fuerte. Vestía completamente de negro: botas, pantalones y un ligero anorak. Sonreía acechando a los dos hombres, un muerto rodeado de muertos.
- ¿Me estás siguiendo? –le preguntó Joaquín Moya a Ricardo Rey, aunque tuvo que hacer un esfuerzo para parecer tranquilo. Lo cierto es que estaba asustado, y eso que no eran más que las once y media de la mañana. Pero el bosque de la Alhambra estaba oscuro y, en esa época, bastante frío. Moya sentía el frío en su interior. Lo había achacado al entierro de Eusebio, pero creía que lo estaban siguiendo desde que abandonó el recinto de las tumbas. Era una sensación física, y el extraño silencio que lo envolvía, como si lo hubieran encerrado en una cápsula. ¿Dónde estaban los pájaros y los animales del bosque, por qué no se oía nada? ¿El miedo provenía de Ricardo Rey? ¿Él causaba esa reacción en el cuerpo de Moya?
- ¿Es que tienes fijación por este bosque? –le espetó el inspector, que había seguido a Moya desde el cementerio al lugar donde había encontrado el cadáver de G.F.C.
- En cierto modo, sí –contestó Joaquín-. Solía venir aquí con mi padre. Así que quizá vuelva por él.
- ¿Al lugar del crimen? –dijo Rey, que no disimulaba ya su tono acusatorio.
- No creo que éste fuera el lugar del crimen –contestó Moya.
- Ah, ¿no?
- No, mira –dijo Moya, que señalaba hacia arriba-. ¿Ves esas ramas? –La curiosidad venció las reticencias de Ricardo Rey, que miró hacia donde le indicaba Joaquín: la parte derecha del gran árbol mostraba unas ramas tronchadas. El inspector asintió-. Estoy seguro de que el cuerpo lo arrojaron desde esa torre –añadió Moya mostrando, más arriba, la torre de la Justicia.
- ¿Y las señales de que había sido arrastrado hasta aquí?
- Probablemente cayó demasiado cerca del camino, y no querían que lo hallasen tan pronto («¿y por qué quieren que encontremos los cadáveres?», pensó Moya). El hombre no estaba paseando por aquí, como quisieron hacernos creer, sino en la Alcazaba. Quizá tus hombres puedan echar un vistazo.
- ¿Quieres que registre la Alhambra? –dijo Ricardo Rey-. ¿Y qué tiene eso que ver con las muertes de la Facultad de Medicina?
- ¿Las muertes? –preguntó Moya.
- Sí. Ha desparecido una alumna, Sonia García. Y hay otras denuncias que estamos investigando.
- Eso no lo sé –contestó Moya sinceramente.
- Pues yo sí: tú. Por cierto, ¿conocías a Luisa Fernández Abril?
Moya sintió cómo le estrujaban el pecho.
- ¿Luisa? –consiguió decir.
- Ayer encontraron su cadáver no muy lejos de aquí. Ella era la dueña de la camisa que hallamos en la plaza del Triunfo y que, como tú sabías, pertenecía a otra víctima. He estado investigando, y se ve que entre vosotros hubo más que una amistad cuando estudiasteis Medicina. Ya son demasiadas coincidencias, ¿no crees?
Moya iba a contestar: «¿Y por qué iba a matar yo a Luisa?» Pero no dijo nada. Pensó que era verdad que la muerte estaba rondándole y que efectivamente había demasiadas coincidencias. Que el Vampiro estaba matando a quienes tenían alguna relación con él.
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