A pesar del sol
IDEAL recupera una tradición periodística y publica una novela por entregas con un estreno de capítulo cada día del mes de agosto
Matías seguía sintiéndose inseguro cuando quedaba con Carlos. Era como si provinieran de dos mundos diferentes. Y en cierto modo lo eran, porque no se ... podía comparar Granada con Ventas de Zafarraya; el propio nombre, que costaba trabajo pronunciar, parecía evocar algo zafio y cateto, o esa era su impresión. Él siempre se había sentido raro con los niños del pueblo, que nunca habían entendido su carácter introvertido, que no le gustase jugar al fútbol y otros deportes de contacto físico, y que su principal ocupación fuera «estar en las musarañas», como solía decir el abuelo. Por eso le intimidaba la naturalidad de Carlos, su inteligencia y cultura, que hablara continuamente de autores y libros que él desconocía, médicos escritores como Carlos Castillo del Pino y Oliver Sacks, el paradigma del escritor según Carlos, pues en sus obras relataba casos clínicos de sus pacientes que eran la vida misma, donde lo inusual era algo cotidiano.
- A veces, la enfermedad nos conecta con lo más humano –le decía con esa sonrisa tan especial.
A Matías le desconcertaban frases como ésta, pues él había sido durante su adolescencia «una abominación», como oyó que le decía el abuelo a su madre no hacía tanto tiempo. Carlos, sin embargo, tenía reservado su lugar en el mundo, y Matías no se lo imaginaba discutiendo con sus padres sobre con quién salía o con quién llegaba, sus relaciones se aceptarían en su casa de manera natural. Sin embargo, en la Facultad sus encuentros eran furtivos, no porque quisieran esconderse en realidad o les avergonzase su relación, sino porque la atracción que sentían el uno por el otro casi explotaba cuando cruzaban sus miradas o se rozaban la mano, y entonces la necesidad de abrazarse y besarse era como un dolor que necesitaba una liberación inmediata. El viejo edificio era perfecto para eso, con sus pasillos interminables, las escaleras y sus grandes aulas, los descansillos entre las plantas, los laboratorios e incluso la morgue del hospital, adonde un día se habían visto arrastrados después de las prácticas.
- Eres mi amor secreto, mi no muerto –le dijo Carlos con sorna en aquella ocasión.
Quizá estuvieran enfermos, como creía su abuelo, pero qué enfermedad más maravillosa sentir el aliento de Carlos en el cuello, la desnudez de su piel sobre su propia piel. Podría ser una especie de venganza contra los prejuicios familiares, o quizá les atrajese lo mortuorio, a fin de cuentas no había más que estadios intermedios entre las enfermedades y la muerte del ser humano. Él había visto ya muchos cadáveres, y no había nada humano en esa efigie de cera en la que se convertía una cara justo antes de empezar a descomponerse. «Somos morbosos», pensó; «nos gusta follar de noche entre cadáveres porque es como aferrarnos a la vida, la que nos niega tanta gente durante el día con sus prejuicios, con su asco de futuros cadáveres en descomposición». Buscaba desesperadamente a Carlos, justo el día que habían matado a uno de sus profesores.
Matías se rio nerviosamente al recordarlo cuando abrió la puerta del depósito de cadáveres del hospital y le golpeó el frío de la sala. Allí no había profesores, ni padres, ni policía. Se dio la vuelta, para cerrar la puerta con cuidado. Entonces recibió el embate sobre sobre la espalda, el aliento de la boca de Carlos tal y como había imaginado y deseado antes de entrar: lo besaba en el cuello mientras sus manos recorrían su cuerpo hasta la hebilla del cinturón. Matías sentía la erección de Carlos, y apenas podía respirar. Trató de darse la vuelta para besarlo, pero Carlos utilizaba más fuerza de la acostumbrada y notaba cómo le clavaba los dedos, hoy gélidos. Intentó una vez más darse la vuelta, pero al estirar la cabeza y volverla hacia atrás, Carlos deslizó la boca entreabierta por su cuello, antes de morderlo sobre la yugular.
La capilla del hospital se había quedado pequeña. Colegas y estudiantes de varias promociones se habían unido a familiares y amigos para despedir a Eusebio. Elena y sus dos hijos ocupaban el primer banco, junto al féretro abierto. «Está dormido», había dicho Elena al verlo vestido con un traje y la bata blanca, como a él le hubiera gustado. Pero no, estaba muerto, aunque las facciones no se hubieran vuelto todavía rígidas, como si la vida se resistiera a abandonar su cuerpo. Moya, detrás de ellos, escuchaba las palabras del sacerdote en la misa exequial:
«Las almas de los justos están en las manos de Dios y no los alcanzará ningún tormento. Los insensatos pensaban que los justos habían muerto, que su salida de este mundo era una desgracia y su salida de entre nosotros, una completa destrucción. Pero los justos están en paz. La gente pensaba que sus sufrimientos eran un castigo, pero ellos esperaban confiadamente la inmortalidad».
¿Creía Eusebio en la inmortalidad? Probablemente no, si era entendida como una prolongación en otro espacio (el cielo cristiano) de nuestra vida en la tierra; pero sí creía en la transcendencia, no una continuación de la propia conciencia, pero sí una transformación del ser humano en otra cosa. Así se lo imaginaba al menos Moya. La hija menor de Eusebio y Elena, Claudia, no dejaba de mirar el cuerpo de su padre. Concretamente, la cara, se fijó Moya, mientras gruesas lágrimas le recorrían las mejillas y negaba de vez en cuando con la cabeza. Contrastaba con la actitud de Fernando, el hijo mayor, también médico, que guardaba mejor la compostura entre compañeros y maestros.
Moya pensó que como a él le habrían quedado demasiadas cosas por decirle, demasiadas cosas por oír. Nunca oímos a nuestros padres. O quizá sí, pero no los escuchamos. En la adolescencia ya creemos saber más que ellos, y estamos demasiado ocupados autoafirmando nuestra personalidad, mientras ellos a duras penas se sobreponen al estupor de haber engendrado un nuevo Che Guevara; y cuando realmente nos gustaría mantener una conversación con ellos, ya no están. «La mano y la llave, materia y espíritu», pensó Moya recordando a su padre, al mismo tiempo que una especie de gemido emergía de la garganta de Claudia y se mezclaba con las palabras del sacerdote:
- Entonces el que estaba sentado en el trono, dijo: «Ahora yo voy a hacer nuevas todas las cosas. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Al sediento le daré a beber gratis del manantial de agua de la vida. El vencedor recibirá esta herencia, y yo seré su Dios y él será mi hijo».
- ¡No está muerto! –gritó Claudia, abalanzándose sobre el ataúd.
Moya creyó ver sonreír a Eusebio antes de que Claudia cayera sobre el cadáver arrastrando a su hermano Fernando que trataba de sujetarla y lo tiraran al suelo, entre los gritos de Elena, el horror del sacerdote y el tremendo caos que recorrió la capilla.
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