A pesar del sol
IDEAL recupera una tradición periodística y publica una novela por entregas con un estreno de capítulo cada día del mes de agosto
Sonia despertó en una oscuridad impenetrable. Le sobresaltó el roce de su mano sobre la plancha metálica, que se llevó a la parte izquierda del ... cuello, donde palpó el borde de dos pequeñas heridas, como dos agujeros. ¿Dónde estaba? Trató de respirar despacio y serenarse, pero allí el ambiente estaba viciado. Levantó ahora los brazos y chocó con paredes de un tacto frío y metálico encima de ella y a los lados, debajo de su cuerpo que, sin embargo, no sufría dolor. Se sobresaltó al llevarse las manos sobre el vientre y rozar el vello púbico. ¿Estaba desnuda? Lo último que recordaba era el laboratorio, y sentir un vahído cuando clasificaba las muestras. El miedo recorrió su cuerpo cuando comprendió que estaba en el interior de una cámara frigorífica y que la habían dado por muerta.
Moya siempre se sorprendía cuando iba a la casa de su hermano Felipe, como si fuera la primera vez. Ocupaba una cuarta planta de un edificio de la Gran Vía, con habitaciones de altos techos y suelos de parqué. Habían unido las dos viviendas de la planta, y el resultado era un piso donde podrían vivir la mitad de sus alumnos, con dos puertas, una principal y otra para el servicio. Una pareja de sudamericanos atendía las necesidades de Felipe y Marga. Felipe y Margarita juniors, los sobrinos de Joaquín, estudiaban en Inglaterra, por lo que no entendía tanto dispendio. Pero no era algo que tuviera que comprender, ni quizá envidiar. ¿Era eso lo que le sucedía? En descargo de su hermano, que se había hecho rico con su trabajo, ese nivel de vida que rozaba la ostentación provenía de Marga, que llevaba unos de esos apellidos largos e ilustres que tanto gustaban en una ciudad que vivía fundamentalmente de sus rentas, las que familias como la de su cuñada tenían en el banco, y de los réditos de un pasado cultural y patrimonial que la actual clase política y empresarial estaba muy lejos de reeditar.
De eso le hablaba Felipe a Moya, mientras tomaban el aperitivo de un modo que resultaba demasiado solemne para Joaquín, pues ya estaban sentados a una mesa grande y circular que presidía su hermano, vestido como su estuvieran en un restaurante, con unos pantalones de franela negros y una chaqueta sport azul sobre una camisa blanca. «Al menos no lleva corbata», pensó Moya, que vestía unos pantalones vaqueros, jersey negro de cuello alto y una chaqueta de pana a la que le tenía cariño, pues había sido de su padre, y que había dejado sobre el respaldo de la silla. ¿No les parecía ridículo que estuvieran a dos metros de distancia?
- Sólo piensan en el beneficio inmediato. Son incapaces de realizar un proyecto que vaya más allá de unas nuevas elecciones –Felipe era una versión más endurecida del propio Moya, con los rasgos un poco más bastos, el cuerpo más fuerte, aunque estuviera ahora delgado, la cabeza más grande, las manos más anchas. Los ojos de un azul acerado destacaban en la cara de piel curtida por el sol, con el pelo castaño y ondulado peinado hacia atrás. Tenía una nariz bulbosa, los labios carnosos, a diferencia de su hermano. Bebía una copa de manzanilla, sostenía un puro pequeño entre los dedos de la mano derecha, sobre el mantel. A Moya le mareaba un poco el olor aromático del humo. Pensaba que su hermano tenía pinta de un albañil que se hubiera hecho rico, o de un mafioso, de alguien que podía moldear un objeto o a una persona con sus manos. O quizá eran sólo prejuicios. O miedo al hermano mayor, capaz de pegarte una paliza cuando se le antojara. Eso había pensado Joaquín a menudo de pequeño-. También hay quien diría que esta ciudad sólo distingue entre los que hacen dinero y sus víctimas.
- Resulta un argumento curioso en boca de un abogado. ¿Tú representas a las víctimas? –preguntó Joaquín, que bebía una cerveza.
- No empecéis –dijo Marga, que los miraba como si le divirtiera la rivalidad soterrada que se despertaba en las conversaciones entre los dos hermanos. Llevaba el pelo moreno en una melena corta que le daba un aire de niña, con una cara redonda y de nariz fina donde destacaban unos grandes ojos marrones, ligeramente rasgados. Moya, que observó cómo se llevaba con delicadeza la copa a los labios, la imaginó con un kimono azul oscuro de seda, aunque en realidad llevaba un vestido entallado del mismo color. Sencilla y elegante, no mostraba ninguna joya, salvo dos perlas en las orejas pequeñas.
- En realidad, suelo representar a los que hacen dinero, bien sean políticos o empresarios –continuó Felipe, echando otro poco de humo-. Y como sé lo que vas a decir, eso no tiene nada que ver con la ética de mi trabajo.
- Ah, ¿no?
- No. Se trata de trabajar de la manera más profesional posible, sin entrar en juicios personales. No todos mis clientes son políticos o empresarios. Hay quien sólo existe en la vida social gracias a sus abogados: cuentas, contratos, facturas, deudas… nos dan una cara, y nosotros la mostramos en vez de ellos. Todos tenemos nuestras miserias –esta última frase sí que sorprendió a Joaquín. Felipe no era de los que se quejaban.
- ¿Te ha pasado algo?
- Nada fuera de lo habitual, aunque quizá me viniera bien un descanso.
- ¿Y por qué no te tomas un año sabático? Podrías hacerlo sin ningún problema.
- Quizá haga algo mejor.
- ¿Qué?
- Dejar el despacho.
Ahora sí que había sorprendido a Joaquín. Hasta Marga se atragantó en su delicado sorbo a la copa de vino.
- ¿Y cuándo pensabas decírmelo? –dijo la mujer limpiándose el vestido con una servilleta.
- Eso sólo una idea –ahora Felipe parecía tenso-. Cuando termine el juicio tomaré una decisión.
- ¿Y qué vas a hacer a partir de ahora, si puede saberse?
Joaquín parecía haber sido borrado del comedor, y la conversación haberse transformado en una discusión de pareja. Moya pensó que quizá esos fueran los verdaderos problemas de Felipe.
- Pues la verdad es que me gustaría vivir en la costa y llevar una vida tranquila en Almuñécar.
- Con cincuenta años, ¿te vas a jubilar? –preguntó su mujer.
- No se trata de dejar de trabajar, sino de los juicios, las reuniones, puedo seguir asesorando a los clientes. Que dirija Juanjo (era el socio de Felipe) el despacho –Marga se relajó un poco, y dijo mirando a Joaquín:
- Tu hermano está un poco estresado últimamente. Lleva la defensa en el caso Arrayanes.
- Vaya, ¿contra el alcalde y toda la cúpula del partido?
- El exalcalde –corrigió Felipe con hastío.
- No me extraña que estés cansado –dijo Moya irónicamente-. Corrupción política, malversación de caudales públicos, prevaricación…
- Y no te olvides del tráfico de influencias, fraude en la contratación y los delitos contra la ordenación del territorio. No sabía que también fueras fiscal.
- Es sólo lo que dice la prensa.
- ¿Tenemos que hablar de trabajo? –terció Marga que, por lo que Moya sabía, era la administradora del patrimonio familiar, lo que significaba presidir juntas de accionistas y hasta el patronato de una fundación que llevaba el nombre de la familia. Había estudiado Derecho, como Felipe –se conocieron en la carrera- y después hecho un posgrado en el extranjero. Hablaba con fluidez inglés, francés e italiano. Moya no entendía cómo podía importarle que Felipe dejara el trabajo. No tenían por qué trabajar ninguno de los dos-. ¿Y si comemos? –Marga tocó una campanilla de plata que había sobre la mesa, y uno de los criados apareció diligentemente detrás de ella. Felipe resopló soltando un poco más de humo, y así acabó la conversación.
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