A pesar del sol
IDEAL recupera una tradición periodística y publica una novela por entregas con un estreno de capítulo cada día del mes de agosto
Después de comer, Moya se fue a echar una siesta a su antiguo cuarto, como acostumbraba, mientras su madre veía la televisión en el comedor. ... Las literas en las que dormía con sus hermanos habían sido sustituidas por dos camas, pero, por lo demás, el cuarto seguía igual que siempre. Moya miró con cariño la colección de libros de aventuras de la editorial Bruguera que había en la estantería, y el cartel de la película de la productora Hammer que había visto de niño tantas veces, solo, de madrugada, mientras sus padres y sus hermanos dormían. Vio a Luis, con el pelo rubio y ensortijado, como un querubín, con la cara apacible y satisfecha después de la cena; todo lo contrario que Felipe, demasiado adulto para su edad, con el ceño fruncido, preocupado y ocupado siempre, mandando sobre sus hermanos como un general. ¿Y cómo era Joaquín de niño? No podía recordarlo, pero toda la infancia estaba teñida de melancolía, aunque él debía de haber sido un niño feliz. Eusebio hubiera dicho que lo más importante de nuestra vida ocurre en la infancia. De allí deriva el carácter y lo que nos sucederá después. Si así era, acaso le ocurriera entonces algo que ya había olvidado, pero que podría explicar lo que le pasaba ahora.
Tal vez fuera por el vino, pero en cuanto se tumbó se quedó dormido, y las imágenes de los cadáveres que había visto en los últimos días lo acosaron en forma de pesadillas. El cartel de la película de su cuarto ocupaba completamente una de las paredes del aula B, donde solía dar clase, en la Facultad de Medicina. Se titulaba Para quien no brilla la luz. Los muertos estaban sentados con él en la primera fila, escuchando las explicaciones que, desde la tarima, daba Miguel Serrano. Lo peor era su expresión sarcástica y cómo miraba a Moya fijamente, como si él fuera el único alumno de la clase. Joaquín sabía que, por mucho que estudiara, Miguel Serrano le iba a suspender.
Se despertó sudando, con un regusto desagradable a vino en la boca. Había dormido demasiado. La habitación estaba en penumbra. ¿Había bajado él la persiana? Le extrañó no escuchar la televisión.
- ¿Mamá? –dijo.
Sentía los latidos del corazón en el pecho y en las sienes, como si tuviera una taquicardia. A veces le ocurría después de comer, pero se le pasaba al poco tiempo. Se tomó el pulso en la muñeca izquierda. No bajaba. Quizá le habían afectado más las últimas muertes de lo que estaba dispuesto a reconocer. Volvió a escuchar las palabras de Ricardo Rey:
- ¿Me quieres decir que esto es sólo el comienzo?
Lo que más le había molestado a Moya era el reproche implícito en la pregunta. El mensajero de las desgracias no era el causante ni el culpable de ellas, ni tampoco un pájaro de mal agüero que anunciara la llegada de otras. Estaba haciendo su trabajo, como él. Escuchó un sonido en el comedor, como si arrastrasen algo por el suelo.
- ¿Mamá? –llamó.
El sonido cesó. Moya se incorporó en la cama y se puso los zapatos.
- ¿Qué vamos a tener, un cadáver todos los días? –Moya hubiera estrangulado al inspector en ese momento, por hacerle una pregunta tan estúpida. ¿Y él qué sabía?
Otra vez un ruido en el comedor. ¿Una ventana abierta?
Moya salió del dormitorio con el corazón en la boca. Su madre estaba tirada en el suelo del salón, con un brazo estirado y otro encogido sobre el cuerpo, como si hubiera estado arrastrándose. Tenía la mejilla izquierda apoyada sobre la moqueta. En el cuello mostraba una herida sangrante.
Las náuseas hicieron que Moya despertase en su cuarto. Había oscurecido, pero escuchó la tele y las carcajadas de su madre que venían del salón.
Al llegar a casa, Moya encontró en el buzón un regalo inesperado que le dio continuidad a la pesadilla de la tarde. Era un libro, que le enviaba Carmen Mendoza. ¿Cómo había averiguado su dirección? Se la imaginó diciéndole: «Soy periodista, ¿recuerdas?» Se titulaba Para quien no brilla la luz, la película que había creído recordar esa tarde, y la novela que Carmen había planeado escribir, según le dijo en el cementerio de Ronda, después de encontrar el cadáver de Miguel Serrano.
¿Cuánto tiempo había pasado desde entonces? La portada de la novela era siniestra: la silueta negra de un castillo sobre un fondo rojo. Carmen Mendoza salía muy guapa en la foto de la solapa. Moya olió las páginas, como solía hacer de pequeño en la librería. El olor del papel le embriagó. Fue al cuarto de baño a asearse un poco, se puso el pijama y se preparó una copa –whisky solo en un vaso con hielo- como quien celebra una ceremonia. Después se acomodó en el sofá de su salón minúsculo –el cuarto de un estudiante, con las paredes cubiertas por estanterías de libros, mesa y silla de oficina con un flexo, cerca del balcón, la mesa de café de conglomerado negro sobre la que puso la bebida- y leyó. Carmen Mendoza hablaba de Laura M., se dijo Joaquín Moya, la mujer que se había suplantado a Irene García, una prostituta del barrio de La Latina. Pero ¿había ocurrido así realmente? Carmen se había tomado muchas licencias para escribir sobre la Dama Negra, que era como habían apodado a la asesina en Madrid. La mujer que él había perseguido junto a Miguel Serrano, y que había matado al menos a cuatro personas, aunque podían ser más. La mujer por la que su amigo había muerto.
Moya volvió a soñar esa noche. Pero esta vez fueron sueños placenteros, aunque él supiera que se trataba de una pesadilla. Una idea revoloteaba por su cabeza. Irene –en el sueño, él sabía que Luisa y no Laura era su verdadero nombre- estaba buscándole.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión