A pesar del sol
IDEAL recupera una tradición periodística y publica una novela por entregas con un estreno de capítulo cada día del mes de agosto
-Hablas de evidencias, no de certezas, Joaquín.
- ¿Hay mucha diferencia?
- Tantas como que simplemente haya una causa o un efecto, o que ... tú, para la mera relación causa-efecto, halles una razón universal.
- Deberías haber sido filósofo, Eusebio.
- O físico teórico, tanto da. Lo que quiero decir es que sólo tienes unas muertes que no puedes explicar.
- ¿Sólo? –Joaquín Moya se sentía como un tonto escuchando los mismos razonamientos que él había utilizado el día anterior con Ricardo Rey. La diferencia era que, en el fondo, Moya no terminaba de creérselos. El despacho se le hacía hoy especialmente asfixiante. No sólo era el espacio, las paredes con estanterías llenas de libros, desde el suelo al techo, el olor a papel viejo, la humedad, el paso del tiempo y sus años concentrados allí dentro, desde que fuera un estudiante con ganas de demostrar que podía no sólo manejar su propia vida, sino entender las leyes de la existencia, en abstracto, creía poder escuchar las larvas de las polillas consumiendo el papel, sentir el peso de las células muertas flotando en el ambiente, penetrando en sus pulmones, ahogándole; era la falta de aire. En su recinto no había ventilación-. ¿Puedes abrir tu ventana?
- ¿Con el frío que hace? ¿Estás loco?
- No se puede respirar aquí, Eusebio.
- Bueno, bueno –Eusebio, se giró en su silla para abrir una rendija en la parte superior de la ventana, que inclinó sobre sí misma dándole una vuelta de 180º al pomo-. Si me resfrío será por tu culpa. Quieres matarme para quedarte con todo el despacho. Es eso, ¿no?
- No me tomas en serio.
- Es porque me preocupas, Joaquín. Te hace falta una casa con una novia dentro, centrarte en la rutina, para variar.
- Y cuatro churumbeles para alegrarla.
- Con que tuvieras uno me conformaría.
- Tengo noventa y cinco esperándome en clase.
- Pues corre.
La madre de Joaquín Moya seguía viviendo en la casa familiar, en una bocacalle de doctor Olóriz. Era una casa ya grande para ella, pero se había negado a abandonarla, y ni quería oír hablar siquiera de vivir con alguno de los hijos o de ir a una residencia. De hecho, a sus setenta y tres años parecía disfrutar de una segunda juventud, y tenía una agenda mucho más completa que la de Moya. Iba a comprar diariamente, salía con sus amigas a ver exposiciones y conciertos, e incluso hacía un viaje al menos una vez al año. Que Moya supiera, había ido a Austria y Alemania, a los Fiordos noruegos y hecho un crucero por las islas griegas, recorriendo muchos más kilómetros que su hijo en toda su vida. La única ayuda que consentía era que fueran a limpiar la casa un par de días en semana, porque le dolía la espalda. Había sido una liberación dejar la librería y no tener que atender a su marido. Moya no podía reprocharle que recuperarse la vitalidad y aprovechase el tiempo. No habría soportado verla consumirse en esa casa poco a poco. Solía comer con ella los viernes, después de clase, aunque parecía haberse puesto de acuerdo con Eusebio:
- ¿No tienes otra cosa mejor que hacer un viernes a medio día que venir a comer con tu madre? –Amalia tenía mucha más energía que su hijo Joaquín. Era una mujer delgada y fibrosa, de la que él había heredado el pelo castaño (ahora teñido y tirando a caoba), los ojos azules despiertos y la tez que se le llenaba de pecas con poco que le diera el sol. Como era su costumbre, estaba bien vestida y maquillada, aunque no saliera a la calle. Moya admiraba el saber estar de su madre. Ni en los peores momentos se preocupaba en exceso por las cosas, ni les daba tantas vueltas como él. Incluso en el funeral de su padre había guardado la compostura mucho mejor que Moya y sus hermanos. Felipe, su padre, decía siempre que era ella la persona más fuerte y el sostén de la familia. Curiosamente, Felipe había intuido que moriría antes que Amalia, aunque no se lo hubiera llevado ninguna larga enfermedad, sino un infarto fulminante.
- ¿Qué puede ser mejor que verte? –le dijo Moya, dándole un beso en la puerta.
- Anda, anda, no me hagas la pelota.
Comieron una ensalada y pechuga a la plancha.
- ¿Cómo están Felipe y Luis? –preguntó Moya. Después de la muerte de su padre, Amalia se había convertido prácticamente en la única vía de comunicación entre los hermanos.
- Tus hermanos mayores están bien. Ocupados con el trabajo y los niños. María –era la mujer de Luis- está embarazada de nuevo.
- Vaya, qué bien –dijo Joaquín, que en realidad pensaba que tres niños eran ya una multitud.
- Luis está pensando en comprar una casa en un pueblo cerca de Madrid. Dice que se asfixia en la ciudad, y que sería mejor para los niños.
- Desde luego –convino Moya-. Lo raro es que, siendo biólogo, no lo haya hecho antes. Podía vivir en Cercedilla, o en Sevilla la Nueva, que está en plena sierra de Guadarrama. A mí tampoco me importaría tener una casa por aquí cerca, para ir a pasear.
- No te veo yo en el campo –dijo Amalia-. ¿Ves a Felipe?
- La verdad es que no lo he visto desde que volví en verano.
- Debería daros vergüenza a los dos, viviendo en la misma ciudad.
- Ya sabes lo ocupado que está, con sus casos de empresarios y políticos.
- A tu padre no le gustaría nada.
- Bueno, quizá lo llame para comer el domingo.
- Eso está mejor –dijo Amalia echando un poco más de vino en la copa de Joaquín-. Anda, bebe, que estás paliducho.
- ¿Quieres emborracharme?
- Pues no te vendría mal un poco de alegría de vez en cuando, entre tanto cadáver. ¿No podrías haber sido pediatra?
- Los muertos dan menos la lata que los niños, mamá.
- Ay que ver las barbaridades que dices. Tampoco te haría daño ir a la iglesia.
- ¿También quieres que pase por el altar?
- Desde luego, hijo. No es bueno estar solo. Ya tendrás tiempo de estarlo cuando llegues a mi edad.
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