A pesar del sol
IDEAL recupera una tradición periodística y publica a partir de hoy una novela por entregas con un estreno de capítulocada día del mes de agosto
Las clases le daban a Moya tranquilidad, restauraban en cierto modo su equilibrio personal. Suponía que era una sensación relacionada con la juventud y la ... ciencia. Por una parte, estar rodeado de tantas personas que buscaban con ahínco su lugar en el mundo; por otra, enseñar algo que parecía ordenarlo al menos durante un rato. Afirmar: «Existen procesos muy rápidos de destrucción traumática del sistema nervioso central, en los que el momento del fallecimiento es fácilmente precisable». Todo lo contrario de lo que le había dicho al inspector Ricardo Rey un rato antes, pero que en esa aula semicircular como un anfiteatro de bancos de madera ordenados sobre un suelo que ascendía hacia un ventanal al fondo, de modo que los alumnos que se sentaban los últimos estaban alineados con los ojos del profesor, a pesar de que su mesa se encontraba sobre un estrado, cobraba todo el sentido. Quizá por la autoridad con que enseñaba los principios de la Tanatología:
- Desde el punto de vista médico-legal, podemos hablar de cuatro fases de la muerte: primera, muerte aparente, en la que en un primer reconocimiento existe una abolición de las funciones vitales; segunda, muerte relativa, en la que hay una suspensión efectiva y duradera de las funciones nerviosas, respiratorias y circulatorias, siendo posible mediante maniobras terapéuticas la recuperación en algunos casos; tercera, muerte intermedia, donde se produce una extinción progresiva de las actividades biológicas, sin que sea posible recuperar la vida del organismo de forma unitaria; y cuarta, muerte absoluta, que corresponde a la desaparición de toda actividad biológica referida al organismo primitivo.
Moya mostraba el perfil derecho a la clase mientras hablaba, señalando con un lápiz óptico los esquemas proyectados en la pizarra blanca que servía de pantalla. Normalmente había un silencio escrupuloso en la clase, pues más de una vez había comentado a los alumnos lo que le molestaban los comentarios que no fueran preguntas concretas, que le hacían perder el hilo de la explicación. «Desde aquí se lee el pensamiento», solía decirles. Por eso le incomodó más la carcajada despectiva que escuchó al final del auditorio cuando describía el concepto de muerte absoluta. Fue sólo un instante, pero Joaquín Moya se alegró al comprobar que también los alumnos volvían la cabeza, porque eso significaba que no solamente él había oído esa risa familiar. Había creído ver la figura de Miguel Serrano al fondo de la clase, apoyado en el alféizar de la ventana, mirándole. Pero allí no había nadie. Sólo una alumna, que miraba a Moya –ella no había vuelto la cabeza– con una intensidad que le incomodaba siempre. Quizá por su parecido con Luisa: el pelo castaño, los ojos verdes, la piel moteada de pecas. Algunos murmullos recorrieron la bancada, los alumnos volvieron la vista al estrado y Moya continuó con la explicación.
Eusebio se encontraba en el despacho, sentado en la mesa sobre un cuaderno y con una gruesa pluma en la mano derecha, la izquierda apoyada en la frente, con los dedos largos entre el pelo crespo y blanco, el ceño fruncido, como acostumbraba últimamente. Quizá se estaba volviendo viejo, pensó Moya con una punzada de dolor, pero cuando lo vio pasar –tenía que atravesar el despacho de Eusebio para ir a su mesa, lo que le había devuelto a sus tiempos de becario– su maestro –nunca dejaban de serlo en la universidad, aunque los alumnos a veces los aventajasen– sonrió.
- Vaya, todavía no me acostumbro a verte por aquí –dijo.
- Ni yo tampoco –confesó Moya, dejando la carpeta de apuntes sobre su mesa.
- ¿Echas de menos Madrid?
- No –dijo Moya ocupando su propio asiento–. A Madrid puedo ir cuando quiera. Me gusta poder venir andando al trabajo –había alquilado un apartamento en el barrio de los Doctores, como se conocía en Granada a la maraña de calles que rodeaba la plaza de Toros, muy cerca de la Facultad y el Hospital Clínico continuo al edificio, pues tenían nombres de médicos ilustres. Un barrio obrero y de estudiantes, donde estaba también la casa familiar de Moya, ocupada ahora solamente por su madre, a la que Joaquín prefería tener cerca para poder atenderla.
- ¿Cuándo vas a sentar la cabeza? –Eusebio le reprochaba que viviera como uno de sus alumnos, que no comprara una buena casa en el centro «o donde más te guste» y se radicara de una vez. Pero Moya no quería ninguna propiedad. En el fondo, tenía «culillo del mal asiento», como decía su madre, y prefería sentirse con la libertad –probablemente ficticia– de poder dejar en cualquier momento la ciudad para vivir de nuevo en otra parte. También sospechaba que era una manera de seguir prolongando el sueño de la adolescencia. «Sentar cabeza» era admitir la propia muerte, algo a lo que ya tendría que estar acostumbrado como forense. No era el caso.
- De todos modos, nada cambia –dijo Moya–. Sigo teniendo las mismas alucinaciones que allí. Aunque esta vez ha sido una alucinación colectiva.
- ¿Quieres comentarlo?
En ese momento sonó el móvil de Moya. Era Ricardo Rey.
- Perdona, Eusebio, tengo que contestar –el maestro se encogió de hombros con resignación, como hacía siempre que alguien cogía un móvil en su presencia, como si pensase: «¿Por qué permitís que os organicen la vida así?» Él sólo utilizaba el teléfono de la casa o el del despacho–. Dime, Ricardo.
- Tenemos otro cadáver –dijo el inspector. A Moya le resultaba raro que no fuera él quien llamase para dar esas pésimas noticias.
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