Las joyas de la sirena
Bárbara Muñumer
Miércoles, 14 de agosto 2024, 22:27
Concha.
Mamá ha muerto. Y, aunque mi hermana y yo hace años que no vivimos en Granada, siempre que volvemos nos convertimos en las niñas ... que fuimos.
Pero ahora, ella no está.
No está.
Y, al llegar a la casa de nuestra infancia, su vestido celeste de lentejuelas estaba colgado de la cuerda de la ropa. Al viento.
Hemos estado guardando sus pertenencias en cajas. ¿En eso consiste una vida entera? ¿En cuatro cajas de cartón? Entre jerséis apolillados y vestidos con estampado de estrellas marinas, hemos encontrado fotos que guardaba de mi padre, mi hermana y yo, junto a nuestros rizos castaños.
Una de las fotografías, sin embargo, enmarcaba una playa al crepúsculo: la de La Joya, en Motril. Pero no había nadie. Ni un alma. Aunque, según Estrella, el alma de nuestra madre sí está allí: «Mamá y papá están en ese mar bañado en vino violeta y un cielo de oro derretido al horizonte. Las estrellas, titilantes en lo alto, vierten la luz sobre sus almas».
No recuerdo si mi madre nos llevó a esa playa de nuevo después de lo que le pasó a papá. Muchos veranos, mamá hacía de tripas corazón y nos llevaba de vacaciones a mi hermana y a mí en el coche mientras escuchábamos música de la radio y compartíamos bocadillos de tortilla de patata. Bajábamos las ventanillas para que no nos fundiera el calor y olíamos los campos de los olivos. Eran ese tipo de viajes que luego uno no sabe si pertenecen a la realidad o a un gran y precioso sueño. No importaba si íbamos a Nerja, Motril o a Salobreña. Durante el viaje en carretera, Estrella se inventaba historias de seres fantásticos, leyendas de sirenas y cuevas de mujeres encantadas. Y nuestra madre nos compraba helados de chocolate al parar en la gasolinera, donde muchas otras familias también hacían lo mismo. Aquel dulce se iba derritiendo lentamente en la boca; esa era parte de la magia del viaje.
Es cierto que, muchas veces, contemplé a nuestra madre con la foto de la playa de La Joya en las manos. En su cara había un deje de tristeza infinita; un dolor terrible en su corazón. La guardaba en el primer cajón de la mesita de noche y me pedía que me sentase a su lado, sobre la colcha blanca de algodón. Me abrazaba y me hablaba sobre la importancia del destino. La importancia de lo que uno verdaderamente ama en la vida y la lucha que tiene que llevar a cabo para conseguirlo. Y las prioridades. Yo asentía sin comprenderla, sin entender las lágrimas de sal sobre sus ojos de jade. Los suspiros de nostalgia se le atragantaban en el pecho.
Estrella
«Tu hogar reside donde esté tu corazón». Eso me decía mi madre cuando la visitaba en su cuarto y la sorprendía mirando la foto de la playa de La Joya.
Aquella noche de San Juan, hace mucho tiempo, me contó que ella, con su vestido celeste de lentejuelas, cantaba sobre las rocas, como hacen las sirenas. Y un joven marinero se hechizó en el aroma de su voz azul. Se conocieron al calor crepitante de la hoguera y la humedad de la luna. Ambos eran jóvenes y estaban inflamados de sueños. Aquella playa fue testigo de esa gran vivencia que se tiene una sola vez en la vida. Si yo cierro los ojos puedo ver sus manos, sus besos y sus miradas entrelazadas en la espuma violeta de su querida playa.
Sé que mi madre nunca fue tan feliz como cuando conoció a papá. Será verdad que el amor es como un caballo desbocado, como las olas al galope que implosionan hasta los acantilados más férreos; una galaxia palpitante que explota su bellísima luminosidad hasta engullir todo agujero negro; un acantilado desde el que arrojarse y saber que nunca estás más vivo. Ese es el mayor tesoro que jamás se puede tener, me lo decía mamá: amar y ser amado. Yo aún no conozco ese tipo de amor. Supongo que tan sólo he de esperar.
Sin embargo, a mi padre se lo llevó el mar cuando aún éramos muy pequeñas. Y ella tuvo que abandonar todos sus sueños para sacarnos adelante y soportar los oleajes de la vida. Nunca conocí mujer más fuerte que ella. Mi madre abandonó su ígnea carne de sirena y el mar por nosotras. Se transformó en humana. Adoptó su nueva condición porque nos amaba a Concha y a mí. Me alegra que ambas fuésemos el fruto de un amor tan grande entre ella y papá.
Mamá no ha muerto. Estoy segura de que ha vuelto a su hogar. Y está con papá, quien la esperaba. Lo creo. Lo creo firmemente. En la playa de La Joya. La última vez que fui, he escuchado el canto de mamá, su voz azul. Cantaba. Cantaba notas dulces sobre las olas de sal. Y sé que la he visto: su piel plateada de sirena danzaba sobre la espuma. Su melena negra estaba decorada por caracolas y conchas nacaradas. Abrazaba, al fin, a mi padre. Y él a ella. Y dos estrellas del cielo, como zafiros, vertían su luz azul sobre la danza del agua.
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