A pesar del sol
IDEAL recupera una tradición periodística y publica una novela por entregas con un estreno de capítulo cada día del mes de agosto
La pareja se abrazaba en una esquina del recinto. En las paredes, bailaban sombras negras. Pero no había ningún fuego en la estancia, sino minúsculas ... lámparas incrustadas en el suelo, que no se apagaban ni siquiera de noche. La pareja se había colado en el castillo esa tarde, después de comprar su entrada y esconderse en un almacén cerca de los servicios de la esplanada, junto a la entrada de la Alcazaba, para esperar la hora del cierre; algo mucho más fácil de lo que imaginaban, aunque ese fuera el monumento más visitado del país. Lo que no esperaban era que alguien más se hubiera quedado dentro, ni que el interior de la fortaleza fuera a sufrir una transformación. La luz eléctrica fue sustituida de pronto por antorchas colgadas en las paredes, lo que parecía un recinto abandonado apareció bajo la nueva luz como un palacio, con una fuente de mármol en el centro del salón de la que manaba agua, elevados arcos con cupulinos cincelados, arabescos y vaciados de estuco en las habitaciones laterales, donde era apreciable el transcurso del tiempo, pero también el esplendor de un rey, que ahora los observaba desde su trono, negro como él. A su lado había una mujer. Alta, el pelo largo y oscuro, la piel muy blanca. Los miraba con unos ojos azules y feroces. Empezó a moverse hacia ellos con movimientos lentos y felinos. La boca de la mujer se deformó en una mueca irónica, que mostró unos colmillos puntiagudos. La pareja empezó a gritar.
Antes de perder la conciencia, el muchacho sintió las convulsiones que recorrían su cuerpo. No quería que la mujer parara, pero al mismo tiempo no podía soporta el dolor bajo el vientre. Sentía los muslos de la mujer aprisionándole las caderas como tenazas, el roce de sus pezones sobre el pecho cuando se agachaba sobre su cuello para morderle de nuevo, aunque el dolor se confundía con el placer que lo embargaba, el hormigueo y el entumecimiento que sentía en los brazos y en las piernas. «¿Ana?», pensó. Por la boca de la mujer manaba la sangre, que recorría la barbilla y caía sobre él. Escuchó los gemidos que venían del trono, donde su novia se retorcía sobre las rodillas del Vampiro, que abrazaba su espalda desnuda, en la que iba dibujando arañazos con unas uñas largas.
En la mente de Laura había muchas mujeres. La Laura niña, que creció en Ronda, soñando siempre con otra vida posible, lejos de su ciudad natal. La Laura de Madrid, modelo y prostituta, educada para procurar placer, sometida y mortificada, enfrentada consigo misma. Luego había un vacío, que había llenado con la personalidad de otra mujer, Irene García, que le había proporcionado seguridad y autoestima, simplemente cambiando la insatisfacción por sed, es decir, por una insatisfacción distinta, más física quizá, un lugar para refugiarse, un carné de identidad, una cuenta corriente. Porque la personalidad y la autoestima se las había dado el Vampiro, que primero la libró de la muerte por una paliza, y después satisfizo cada uno de sus deseos: los de Laura, por primera vez. Pero la sed era algo más que un deseo: era una necesidad física que, sin embargo, estaba más allá de su cuerpo.
El Vampiro personificaba esa necesidad. Era una sombra que estaba en el interior de ella y que a la vez era muchas sombras. Detectaba las debilidades de la gente, sus anhelos ocultos, y te daba los medios –tú mismo, convertido en otra cosa- para satisfacerlos. Aunque no siempre. Había personas de las que sólo se alimentaba y luego desechaba sus cadáveres como los seres humanos desechan los de otros animales, después de eliminar cualquier rastro de violencia, heridas, laceraciones que pudiera delatarlos, cuerpos exangües. Y había otras de las que se valía para cuestiones prácticas. El Vampiro disponía de todo lo que necesitaba: dinero, medios de transporte, alojamiento. Podría pasar por un hombre de negocios, que vivía y se alimentaba de las necesidades ajenas. La propia Laura había aprendido a hacer esas gestiones básicas para su supervivencia. Ellos, sin embargo, hacían algo más que comer: poseían a esos seres por completo, física y psíquicamente; y los mataban, sí, pero a la vez les procuraban un placer intenso, un éxtasis verdadero justo antes de la muerte que algunos querían prolongar y en el que otros preferían consumirse.
Laura había sentido ese éxtasis, pero había sobrevivido. «Porque deseabas vivir», le había dicho el Vampiro. No con palabras, pues sus palabras eran como pensamientos en la cabeza de Laura, que a veces dudaba de si provenían del exterior o del interior de sí misma. Pero al Vampiro le bastaba una mirada o un gesto para advertirle que era a él y a su voluntad a quien ella debía ese nuevo estado. Luego estaba Miguel, que había pasado de perseguidor a perseguido, y a ser doblegado finalmente por esa misma voluntad. Aunque a veces, Laura se acordaba de Ronda, y sospechaba –o quizá era otro deseo- que Miguel esperaba todavía tener la ocasión de huir con ella. Volvió a sentir el sabor de su sangre, el olor de su cuerpo, la urgencia con la que se introducía en su interior. Vio la habitación del piso de Madrid donde lo poseyó y el hostal de Ronda donde durante unas horas habían creído que siempre permanecerían juntos, muertos, pero vivos, amándose.
En un sueño sin sueños, Laura abrió los ojos en la oscuridad, que percibía como una gasa grisácea, donde se definían las sombras de los objetos, bajo el techo abovedado de la catacumba, las paredes frías y húmedas, donde no sobreviviría nada. Pero ella estaba viva, y flotaba en la estancia como la realidad del tiempo que pasaba para los muertos y para los vivos, para los muertos vivos. Laura había muerto varias veces –se vio cayendo desde un puente sobre el tajo de Ronda, su cabeza golpeándose contra las rocas, su cuerpo arrastrado por el agua helada-, aunque no había perdido la conciencia de todas las personas que había sido, sólo se había transformado y ahora podía ver a través de las cosas, del ataúd donde descansaba el Vampiro, la cara tan fría como la piedra, tan parecida a la de Miguel Serrano. De las paredes colgaban antorchas que hicieron que en su mente se formara una idea de fuego y liberación. Fue sólo un momento, pero bastó para que la tapa del ataúd se levantara y viera los ojos rojos del Vampiro, mirándola; para que su sombrara se elevase y la abrazara.
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